200 años de constitución
El legado del 19 de marzo
En la primavera de 1808 se produjeron en España dos acontecimientos trascendentales: la invasión de las tropas francesas que se proponían instalar a José Bonaparte en el trono y la implosión paralela del estado de los Borbones, que se hundió en el descrédito. Ello explica que muchos de los que se disponían a resistir fueran conscientes de que no bastaba con echar a los franceses, sino que era necesario regenerar el sistema político. Esta fue una de las razones de que quienes componían la Junta central, la primera autoridad global de la resistencia, expresaran su aspiración a formar «una buena constitución que auxilie y sostenga las operaciones del monarca cuando sean justas, y le contenga cuando siga malos consejos», para lo cual iba a ser necesario reunir unas cortes que la redactaran.
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Aunque la Junta se vio obligada finalmente a ceder el poder a una Regencia, dejó en marcha la convocatoria de las cortes, encargadas, según Jovellanos, «de restablecer y mejorar nuestra constitución, violada y destruida por el despotismo y el tiempo, reducir y perfeccionar nuestra embrollada legislación...; corregir tantos abusos y enjugar tantas lágrimas como habían causado la arbitrariedad de los pasados gobiernos y el insolente despotismo del último reinado».
La regencia no se ocupó de las cortes hasta el verano de 1810, y lo hizo entonces contra su voluntad, presionada por los diputados que iban llegando a Cádiz, una vez realizada su elección en las provincias que se encontraban libres del dominio francés. Cádiz se había convertido entre tanto en lugar de refugio, hasta ver duplicada su población, de unos 50.000 a unos 100.000 habitantes, incluyendo las tropas del duque de Alburquerque, que aseguraron su defensa contra los sitiadores franceses, quienes, con las embarcaciones inglesas defendiendo el puerto, no tenían otro modo de atacarla que bombardearla con la artillería usando proyectiles que, «viniendo rellenos de plomo y con muy poca pólvora, no reventaban, y por esto causaban poco estrago y no mucho susto».
En la mañana del 24 de septiembre de 1810, «las cortes extraordinarias de todos los reinos y dominios de España» abrieron sus sesiones en un teatro de la isla de León (San Fernando), en un lugar «pobre y mezquino, así por su pequeño espacio como por su escaso adorno». No había nada previsto acerca de los asuntos de qué habían de ocuparse, cuando Diego Muñoz Torrero, un sacerdote extremeño que había sido rector de la Universidad de Salamanca, se levantó a hablar, «como movido por un designio misterioso de la providencia de los pueblos», y «expuso cuán conveniente sería decretar que las cortes generales y extraordinarias estaban legítimamente instaladas» y que en ellas residía la soberanía. Este paso, que daba a las cortes las facultades del poder legislativo y reducía la regencia al ejecutivo, era la piedra fundacional del nuevo régimen, ya que transformaba el caos político en que se había hundido el viejo sistema en una monarquía constitucional.
90 clérigos diputados
Entre aquellos diputados había 90 clérigos (incluyendo seis obispos, 21 canónigos y tres inquisidores), 56 abogados, 39 militares, 15 catedráticos y ocho comerciantes, reunidos para la tarea común de hacer frente a la guerra y reformar el país, dado que, como diría Quintana, «la providencia ha querido que, en esta crisis terrible, no pudieseis dar un paso hacia la independencia, sin darlo también hacia la libertad».
En febrero de 1811 las cortes se trasladaron a Cádiz, al oratorio de San Felipe, para mantenerse más resguardadas de los bombardeos franceses. A comienzos de marzo de este mismo año, una comisión comenzó a preparar el proyecto de constitución, cuyas partes se fueron pasando a las cortes a partir de agosto para que las discutieran los diputados.
La vida política, protagonizada sobre todo por los que habían llegado a Cádiz como refugiados, se desarrollaba en unas cortes en que oradores liberales o reaccionarios debatían los grandes problemas del país, jaleados o abucheados por un público de espectadores apasionados, «que tomaban parte y ejercían influjo en las deliberaciones». Estos debates se extendían a la ciudad a través de los periódicos -hasta 60 se llegaron a publicar allí en estos años-, que expresaban las más diversas posturas ideológicas, y de una abundante literatura de folletos de los más diversos colores, entre los que se podía encontrar desde el casticismo y la agudeza de un liberal como Gallardo hasta la plúmbea prosa del padre Alvarado, el filósofo rancio que mezclaba latinajos escolásticos y chistecillos callejeros.
En marzo de 1812 se llegó al fin de las discusiones y se decidió hacer una proclamación solemne del texto constitucional, para lo cual se escogió el día 19, con el fin de conmemorar la fecha de 1808 en que Fernando VII había llegado al poder. Hubo por unos momentos temor a que los bombardeos franceses, que se habían reanudado pocos días antes, perturbaran la celebración; pero el 19 de marzo la artillería francesa no se dedicó a bombardear la ciudad, sino a celebrar con salvas la fiesta del santo patrón de su rey José, lo que vino a coincidir con las salvas que en Cádiz festejaban la proclamación del texto constitucional.
Celebración general
La mejor descripción de este día nos la da Alcalá Galiano: «La festividad de Cádiz fue alegre y singular, aunque no de gran lujo, no consintiéndolo las circunstancias. La ceremonia del 19 se reducía a ir el Congreso en cuerpo, acompañado por la Regencia, a celebrar un solemne tedeum, y a publicarse por la tarde la nueva ley en los lugares más públicos de la ciudad, en varios tablados, con las fórmulas usadas en el acto de las proclamaciones de los reyes».
«El tiempo, que desde el día anterior estaba amenazando, rompió, a la hora de la solemnidad, en violentísimas ráfagas de viento, acompañadas de recios aguaceros, sin que por esto la numerosa concurrencia que poblaba las calles y el paseo pensase en resguardarse de los efectos del huracán y de la lluvia, apenas sentidos entre los arrebatos del general entusiasmo y gozo». Fue, añade, uno de esos días de celebración general, «en que ceden a un ímpetu simultáneo de alegría y de esperanza personas de diversas y aun encontradas opiniones, inclusas hasta las que miraban con poco gusto el objeto de la solemnidad que se estaba celebrando».
Aunque las numerosas felicitaciones recibidas por las cortes demuestran que la constitución fue acogida inicialmente con entusiasmo por una gran parte de los españoles, que la veían como el documento que ponía fin a una etapa de despotismo e iniciaba tiempos nuevos, conviene no caer en el error de pensar que toda España era Cádiz. La ciudad sitiada era como un alambique aislado del exterior al que los hombres que se habían refugiado en ella traían las inquietudes de sus lugares de origen, pero las discutían y trataban de resolverlas sin poder contrastar sus propuestas con aquellos a quienes se suponía que representaban. Lo que aquí se ha legislado en estos años no ha podido llevarse de momento a la práctica -y en parte se demostraría después impracticable-, pero ha servido para fijar un programa de reformas que anunciaba los conflictos políticos e ideológicos que conmoverían España en las décadas siguientes.