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Leonesas en el infierno nazi

Más de 400 mujeres españolas padecieron la tortura inimaginable de Ravensbrück, el campo de concentración más perverso de la II Guerra Mundial. Hubo dos leonesas; de Adrienne Calderón, originaria de Lugán, no queda ni rastro desde 1945; de Ángela Cabeza, nacida en la Cepeda, ha trascendido una escalofriante historia, que su hija relata hoy desde una pequeña comuna francesa.

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marco romero | león
León

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La puerta se abría directamente hacia la plaza del campo, donde seguía la avenida desde la que se hacían las llamadas . En un gran edificio estaban las duchas, la cocina, los despachos del jefe de seguridad y los vigilantes, los calabozos y, bien visible, la chimenea de un gigantesco horno crematorio. En un estrecho pasillo con las paredes salpicadas de sangre se construyó más tarde la cámara de gas. Así era Ravensbrück, el campo de exterminio más grande de Alemania levantado especialmente para mujeres. Se encontraba a unos 90 kilómetros de Berlín, en un lugar pantanoso. Allí se hicieron experimentos médicos, se prostituyó a miles de mujeres y también miles de ellas fueron fusiladas, ahorcadas, gaseadas o tuvieron que trabajar hasta la muerte.

Se calcula que entre 1939 y 1945 pasaron por Ravensbrück y sus campos satélites más de 132.000 prisioneros, entre mujeres, hombres y niños de 40 nacionalidades diferentes. 40.000 de ellas sobrevivieron a aquel infierno, pero el impacto físico y psicológico que padecieron durante años provocó una actitud de mutismo y omisión. «Ella nunca nos contó mucho acerca de su deportación. Sabemos que con sus camaradas fue inefable; las mujeres debían soportar la vida, una vida que les habían arrebatado, pero que vencieron con empeño, fraternidad y solidaridad. Y aunque fue duro, muy duro, estas mujeres resistieron», relata Marie-France Cabeza-Marnet, hija de Ángela Cabeza Rodríguez, leonesa que salió con vida de aquel sufrimiento inimaginable. Originaria de Magaz de Cepeda, sobrevivió al holocausto, pero jamás contó nada a los suyos y les prohibió visitar el campo, recuerda la mayor de sus tres hijos. El segundo nombre de mujer leonesa registrado en los archivos de Ravensbrück —este impronunciable nombre significa en alemán ‘puente de los cuervos’— es el de Adrienne Calderón, según los datos del censo lanzado recientemente por el Ministerio de Justicia, nacida en Lugán el 10 de julio de 1913. De ella no existe ni rastro. En los papeles de la resistencia francesa a los que ha tenido acceso este periódico, el nacimiento de Adrienne —en el exilio era habitual afrancesar el nombre o cambiarlo para evitar represalias a los familiares en España— figura en Perpignan, por lo que su caso abre muchas incógnitas. De Adrienne, que actualmente tendría 99 años, sólo se sabe que entró en el campo de concentración en 1945 y después fue deportada a Helmbrechts, comando principalmente de mujeres, situado en Baviera, que trabajaba para la planta de tejidos Josef Witt, para después ser trasladada a Holleischen, donde las mujeres detenidas trabajaban para la firma de municiones Skoda.

Este periódico ha localizado a los descendientes de la leonesa Ángela Cabeza Rodríguez en una pequeña comuna francesa situada en la región denominada Isla de Francia, departamento de Essonne, a 23 kilómetros de París. Ángela llegó a esta pequeña villa en los primeros años 30 de la mano de su abuela Marcela Carro; sólo llevaba consigo eso y una adolescencia vivida en la adusta Cepeda leonesa. Su padre era Florencio Cabeza (1883, Revilla, Cantabria), «un hombre que viajó extensamente movido por contratos en el Canal de Panamá, Cuba, Los Ángeles, Argentina... Eso le permitió alimentar a su gran familia de ocho hijos, dos de los cuales nacieron en Francia», recuerda la biografía que Marie-France ha ido recabando con el paso de los años. Como en muchos otros casos, pese a que su madre sobrevivió a la tortura nazi, nunca habló a sus hijos del pasado. La madre de Ángela era Feliberta Rodríguez (nacida en 1895), natural de Magaz de Cepeda. De allí partieron hacia Francia años antes de que empezara la Guerra Civil española sin saber que, finalizada ésta, la Segunda Guerra Mundial iba a abrir una herida permanente en esta familia.

Ángela, desde muy joven, se adhirió a los movimientos de jóvenes antifascistas (Rouge Union des Jeunes Filles de France) y participó a partir de 1940 en la resistencia contra la ocupación nazi en el seno de esta organización juvenil, algo que hicieron otras muchas españolas que se encontraban en Francia. Tuvo que dejar la escuela para ayudar en la economía familiar y compaginó su lucha clandestina contra el fascismo con un trabajo en el salón de vinos Bercy, donde su principal tarea consistía en lavar botellas. Más tarde trabajó en la chocolatería Jacquin. Allí empezó su vínculo con los movimientos obreros hasta convertirse en la responsable de la organización del resistente Front National (Frente Nacional), con el grado de sargento. «Tras la derrota del ejército francés y la ocupación alemana en Francia es natural que participara en las acciones contra los nazis», recuerda su hija a través de varios email intercambiados durante los últimos días, en los que cuenta detalles tan emotivos como que uno de los pocos recuerdos que su madre mantuvo cuidadosamente conservado durante toda su vida fue un colgante que ella misma bordó en sus primeros años de cautiverio.

Cuando el ejército de Hitler empezaba a tomar el territorio francés, Ángela participaba en reuniones clandestinas, principalmente en una casa cerca de la estación d’Epinay sur Orge, y distribuía octavillas por todo el departamento, participando en acciones prohibidas en el entorno de París.

La policía francesa le tendió una trampa el 23 de marzo de 1941. Fue detenida y encarcelada en Corbeil, antes de ser transferida a Fresnes. Los tribunales franceses y alemanes la condenaron por infracción del decreto del 26 de septiembre de 1939, por la publicación, circulación, distribución y difusión de todo tipo de material clandestino. Cumplió condena, pero no fue liberada. El 13 de mayo de 1944, el convoy 1212 la trasladó a un infierno que duraría prácticamente un año. Llegó a Ravensbrück cinco días después de salir de Francia. En ese mismo convoy iban otras muchas mujeres, entre ellas la activista francesa Tillion Germaine. «Se convierte en una pieza que lleva el número 39144, el cual debe aprender de memoria en alemán para evitar riesgos durante las llamadas . Ahí supo lo que era la humillación, la deshumanización, el miedo, pero también la solidaridad, la dignidad dentro de la indignidad».

Cuando Ángela entró en Ravensbrück, la fama de este campo ya era brutal. A la monstruosidad que se podía vivir en cualquier campo concentracionario de hombres, en éste había que sumar los horrores propios que padecieron las mujeres por su simple condición femenina, caso de los experimentos médicos para probar sustancias químicas contra infecciones, esterilizaciones, métodos para el transplante que incluían mutilaciones, violaciones, prostitución, etcétera. «Jamás nos habló de Ravensbrück y además nos prohibió ir», narra uno de los escritos de Marie-France.

En este campo, Ángela realizó trabajos forzados. Todas las internas eran obligadas a trabajar, principalmente en las explotaciones agrícolas y la industria local. Fueron muchísimas las empleadas para construir piezas de los cohetes V-2, dentro de la factoría de Siemens AG. Aprovechando la mano de obra barata, fueron construidas varias factorías cerca del campo de exterminio, principalmente para producir componentes textiles y eléctricos. A partir de 1944, Ravensbrück se había convertido en el centro administrativo de un sistema de más de 40 subcampos, con alrededor de 70.000 trabajadores forzosos, mayoritariamente mujeres.

Ángela fue asignada a transportar piedras para construir carreteras. Su hija Marie-France envía una fotografía de la gigantesca rueda de piedra que aún se conserva entre las ruinas del campo, con la que molían el balasto sobre el que se levantaron las autopistas alemanas. «Pero Ravensbrück fue sólo un paso. Mi madre fue trasladada al campo de concentración de Flossenbürg, en Checoslovaquia. Eran campos de muerte lenta. Trabajó para Siemens, que utilizaba a los deportados para producir al menor coste posible: los trabajos abusivos y las escasas raciones de comida estaban hechas para eliminar en unos meses a la mayoría de los deportados». Ángela fue penalizada en varias ocasiones por sabotear la maquinaria y los componentes y provocar retrasos en la producción. Esta parte de la vida de la resistente cepedana se ha conocido gracias a un documento que una de sus amigas, Fourel Claudine, compañera de mesa en la planta de Siemens, entregó a sus hijos después de años.

Ángela Cabeza fue liberada por el ejército ruso el 8 de mayo de 1945. Poco antes de concluir la II Guerra Mundial, la Cruz Roja Internacional, con la colaboración de Suecia y Suiza, intercedió ante las autoridades nazis para salvar a cuantas presas de Ravensbrück pudieran. Consiguieron evacuar a estos países a unas 7.500 prisioneras cuyo destino era una muerte segura. Otras 20.000 mujeres, las que físicamente tenían fuerzas para caminar, fueron dirigidas por las SS hacia el norte de Meckenburg en lo que se conoce como Marcha de la Muerte. El ejército ruso liberaría a esta columna humana horas después y, cuando llegaron a Ravensbrück, quedaban alrededor de 3.500 mujeres y 300 hombres desnutridos, enfermos. Se sabe que Ángela fue enviada a la región francesa de Longuyon y la recibieron en Lutetia, el 19 de mayo de 1945.

Las secuelas quedaron para ella. Con la ayuda de la Federación Nacional de Deportados, Ángela fue ingresada en un hospital para reponerse y reintegrarse socialmente. A partir de entonces, esta organización la empleó como trabajadora social en una clínica parisina. Su paso por la barbarie del fascismo, lejos de aterrorizarla, le dio fuerzas para continuar la lucha política en defensa de sus ideales. Se unió al Partido Comunista con la comunidad española, que era muy activa en la clandestinidad en Morsang sur Orge. Allí organizaban reuniones periódicas y recibían a familias exiliadas.

Tres años después, en 1948, Ángela se une al Centro Jean Moulin, propiedad de la federación de deportados. Allí conoció al ex guerrillero republicano Francisco Martín Prieto —Enrique Martín Sierra, en realidad—, que trabajaba como jardinero en el castillo propiedad de la federación. Hasta 1953 vivieron en este palacete, donde tuvieron tres hijos: Marie-France (1948), Enrique (1950) y Aline Daniele (1953). Ángela Cabeza Rodríguez falleció en una clínica de Fleury Mérogis el 21 de diciembre de 1992, «día de invierno que le horrorizaba».