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La confesión de E-83

Un expósito de San Cayetano denuncia en un libro los once años «de palizas y pederastia» de los Terciarios .

Agustín Molleda delante de San Cayetano a donde llegó, desde el viejo hospicio del centro de la capital, en agosto de 1955 en la camioneta del señor Pidio.

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ana gaitero | león
León

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El niño, recién nacido, quedó depositado en el torno del hospicio de León, en la céntrica calle San Francisco, una mañana de octubre de 1949. Eran los años del hambre. No llevaba ni nombre. Tal y como se hacía en estos casos, fue identificado con una letra, la E de Expósito, expuesto, abandonado, y un número. Era la criatura número 83 que llegaba a la inclusa sin padre ni madre que le reconocieran.

«Todavía en 1984, cuando entré de educador, nos dejaron algún niño a la puerta de San Cayentano, en cajas de fruta», recuerda el trabajador social que Alberto Santamarta. Y hasta 1986, en plena democracia, sobre la cuna de los lactantes sin padre ni madre colgaba un cartelito con una E y un número, añade Casimiro Bodelón, que tomó posesión como psicólogo del centro en el verano de aquel año.

Tras recibir el agua bautismal en la vieja pila de 1793, E-83 se convirtió en Agustín Molleda. Con el tiempo descubriría que era el nombre, en masculino, de su madre y también su primer apellido. El tío que dejó al bebé en el ventanuco de la parte trasera de la residencia infantil San Cayetano quiso, consciente o no, que conociera su linaje.

El chico, de Bercianos del Real Camino, fue amamantado por un ama de cría y educado por las Hijas de la Caridad. De ellas guarda recuredos de afectos y mucho agradecimiento. Era un chaval espabilado.

Eldiscurrir de los días en aquel recinto no había estado exento de tragedias, pese a su corta edad. No olvidará a uno de sus compañeros envuelto en vendas blancas hasta la cabeza porque su cuerpecito se había abrasado en una pozaleta de agua caliente con la que tropezó en el patio. «Le vi cerrar los ojos por última vez».

Lo más grave estaba por venir. Fue el mes de agosto de 1955 el tiempo que marcó un antes y un después en la biografía de Agustín. No sabía que serían los diez peores años de su vida. Fue el verano en que los hospicianos fueron trasladados del centro de la capital a tres kilómetros al norte, a la Ciudad Residencial Infantil San Cayetano.

Agustín Molleda acaba de cumplir 64 años. Aún recuerda con nitidez, y así lo ha escrito, el día que llegó a la nueva casa en el Monte San Isidro en la vieja camioneta del señor Pidio. «Casi no podía subir la cuesta», dice señalando el recorrido, desde la entrada enrejada, hasta el Pabellón San José, donde hoy se alojan y ofrecen servicios varias asociaciones leonesas.

Es agente de seguros jubilado. Y cumple el sueño que truncó, según cuenta, el director de la CRISC, un capuchino terciario, que le negó convertirse en bachiller «porque dijo que era feo e iba a dar mala imagen». A los diez años se sabía de memoria la Enciclopedia Álvarez, daba clases a sus compañeros, y, confiesa, «les pegaba con la regla igual que hacían los frailes, aunque luego llorara en silencio y escondido en la cama». Eso no lo cuenta en el libro pero dan fe algunas de sus «víctimas», como Antonio del Pozo.

Su sueño era ser periodista. «Y lo hubiera conseguido», afirma. «Y habría sido también escritor», añade. Pero empezó a estudiar a los 18 años, en Valladolid, gracias a los Jesuitas que se hicieron cargo del hospicio en 1965 tras «la huída» de San Cayetano de los Terciarios Capuchinos. Se decantó por lo que tenía cerca: maestría industrial y Publicidad. El tiempo corría y en 1975 se casó y formó una familia, lejos de San Cayetano y de sus antiguos amigos. «Cuando bajaba a León a ver a la Cultural en La Puentecilla, robaba periódicos y en San Cayetano nos dábamos de tortas por leer el periódico».

Quizá por ello se ha disfrazado de plumilla para contar su «historia verdadera y la que compartí con muchos niños» en aquellos años. Y ha creado una novela, E-83. San Cayetano, para denunciar lo que sufrieron bajo la tutela de aquellos frailes a los que la Diputación provincial encomendó la gestión del centro en 1955, según consta en las actas plenarias investigadas por Bodelón. Denuncia lo que corre de boca en boca entre los antiguos hospicianos. Él lo pone negro sobre blanco en su «Yo acuso». Su confesión.

«A las siete de la mañana te levantaban para fregar los pasillos, teníamos que orinar todos a la misma hora, a los meones les colgaban las sábanas allá arriba y tenían que subir a buscarlas a las diez de la noche, en medio del frío y la oscuridad, nos castigaban de rodillas y a veces nos obligaban a correr hasta 100 vueltas por el patio en plena noche». Sus recuerdos escritos avivan la memoria de otros compañeros un sábado de octubre en el que se reúnen hospicianos y hospicianas desde hace cinco años.

«Maltratar, sacudir, patear, masturbar a niños indefensos, ¿qué nombre recibe?», interroga en el prólogo. «Cuando me pegaban con las correas no sabía de dónde venían, hasta que me enteré de que eran de los motores de los tornos», confiesa Antonio del Pozo. «Yo era de los meones. Si te pillaban, a las siete de la mañana te pegaban y te daban duchas frías», señala. Finalmente, fue expulsado porque estando enfermo fue sorprendido con una estudiante en prácticas en el lecho. «Me pegaron y le dijeron al médico que me había caído por la escalera. Pero don Cipriano mandó a la monja salir y me envió al hospital. Estuve 15 días», relata.

Los meones

Los meones tienen un capítulo propio en el libro. «Se levantaban las persianas con la luz del día al grito de ¡Viva Jesús Sacramentado!», cuenta la novela. Es escalofriante el caso de un niño al que un fraile «ató la colita» como escarmiento. El niño aguantó unas horas, pero luego se desmayó. El fraile dijo al médico que el chaval mismo se la habría atado jugando. «Nuestro amigo no se atrevió a desmentir al fraile por temor a ser pasto de la siguiente tortura», escribe Molleda. Y recalca: «Sucedió así». Pasaban sed y algunos bebían el agua de las cisternas e incluso su pis, agregan. También había la picaresca de dejar las sábanas mojadas a otros para evitar el castigo.

«Fueron once años de palizas y pederastia, aunque para nosotros todo era normal», recalca Agustín Molleda. Y cuenta que algunos frailes, no todos, «serpeteaban por la noche entre las camas» del dormitorio corrido. Eran frecuentes los tocamientos entre la ropa y, a menudo, «se llevaban a uno al cuarto donde tenían la cama» para vigilar los sueños de la chavalería.

Volaban sillas

Considera tan culpables a los autores como a los que llama «consentidores», entre los que incluye a frailes y responsables de la Diputación. «De puertas para adentro todo el mundo sabía lo que pasaba allí; de puertas para afuera todo era oscuridad». Casimiro Bodelón, que ha resumido la historia del hospicio, recoge el punto 21 del acta del pleno de la Diputación de 26 de junio de 1965 que acuerda cancelar el contrato con los Amigonianos, más familiarizados con los reformatorios que con los hospicios.

Un informe que se lee en la sesión señala que «sus sistemas de enseñanza y formación, así como la práctica pedagógica que se viene empleando no son los más adecuados para la población infantil y juvenil allí acogida». En agosto marcharon con prisas y dejando el pabellón a su libre albredío. En la novela, el protagonista habría recibido las llaves de las dependencias de manos de un fraile la noche anterior con la instrucción de que sólo abriera los espacios de recreo. «Cuando marcharon los frailes estuvimos tres días solos, rompíamos los cristales, las sillas volaban por los aires...», cuenta Eulogio, ex hospiciano con familia, que perdió un hermano en San Cayetano en 1976. Se electrocutó con otro chico.

Fue el día que ingresaron los hermanos Arce. Se habían quedado huérfanos y los llevaron a San Cayetano. Al ver lo que había planearon regresar a su pueblo berciano. Pero al caer la noche no sabían por dónde tirar.

Tras los orígenes

«Ya era hora», dicen a Agustín tras leer los primeros párrafos del libro, dedicado a cuatro compañeros fallecidos. Uno de ellos, Rabanal, nunca desveló su origen de expósito. El hombre murió en accidente laboral cuando trabajaba como jardinero. Eldonde trabajaba como jardinero. «Tiene un monumento en Pinto», desvela. Sus hijas averiguaron que la madre fue nodriza del hospicio durante dos años. «Nunca lo reconoció y él nunca quiso saber», explica Molleda. Pero la mayoría de expósitos quieren saber sus orígenes, como E-83, a quien una mujer que le encuentra en los caballitos de San Juan le dice un buen día: «Conozco a tu madre».

O como el marqués de casa Boza, que salió de San Cayetano con un añito y un nombre y llegó a Lima con el oído reventado y el nombre cambiado. «Fue el regalo de cumpleaños para su padre. Tenía hijas, pero no tenía un varón». El Españolito, como le llamaban las criadas, sospechó de sus orígenes, buscó y encontró la conexión leonesa.

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