Obreras del Camino
Las Madres Benedictinas han restaurado el monasterio sin ayuda, con los ingresos del Museo de Sahagún y la venta de amarguillos, y cada día imparten la bendición peregrina . Trabajo y oración. Oración y trabajo. Así pasan las horas y los días, desde el siglo XVI, en el monasterio de Santa Cruz de las Madres Benedictinas de Sahagún. Sus puertas se abren a diario a los peregrinos, custodian el Museo de Sahagún y han restaurado el convento sin ayudas. Guardan secretos, como la receta de los amarguillos, y los restos de Alfonso VI; códices y leyendas. Sólo piden vocaciones. Once monjas componen la comunidad que hoy recibe el 8º Premio Diario de León al Desarrollo Social y los Valores Humanos en San Marcos.
Ora et labora . La regla de San Benito rige la vida del convento de las Madres Benedictinas de Sahagún desde el siglo XVI. En pleno siglo XXI conviven en su «remanso de paz» tradición y oración; trabajo e innovación. Monjas españolas con religiosas africanas.
Once mujeres habitan el cenobio y lo mantienen con sus propios medios, los amarguillos y las entradas al museo, para que destaque en el «entorno histórico medieval de la villa facundina», precisa la abadesa, sor Anunciación.
Saben lo que es llevar una empresa y ser obreras de la misma. Llegan hasta donde pueden, por eso arrendaron la hospedería y dejaron en manos de una oenegé el albergue de peregrinos que pusieron en marcha hace ocho años. Hablan con la gente por el torno y se comunican por Skype . Tienen su propio portal digital —www.monasteriosantacruz.es— y están en la red social Facebook.
Conviven monjas mayores, la veterana tiene 98 años, con otras, pocas, jóvenes. «Necesitamos alguna joven más, dígalo, diga que pueden venir a conocernos más de cerca...». Sor María Gabriela y sor Alfonsa hicieron el viaje desde Nigeria, pero de España no llegan vocaciones.
A las siete y media de la mañana las monjas abren la puerta de la iglesia y entran los primeros peregrinos. Por la tarde, en las vísperas, repiten el ritual: «Sé para el compañero en la marcha guía en las encrucijadas, albergue en el camino, sombra en el calor, luz en la oscuridad...». La abadesa imparte la bendición peregrina a tres mujeres: Katrine, Michela y Giorgia vienen desde Italia. Arrastran consigo los 415 kilómetros que distan entre Saint Jean de Pied de Port y Sahagún, la puerta de entrada en León del Camino de Santiago.
«Es un momento muy especial», comentan las peregrinas que buscan en el Camino hacerse fuertes, aumentar su autoestima, quitarse los miedos y encontrarse a sí mismas, confiesan mientras la madre sella sus credenciales con el cuño del monasterio.
Un broche de oro para finalizar la etapa. Detrás de ellas se cierran las puertas y las monjas inician el camino al descanso después de un ajetreado día. «Pobrecitos los mineros, rezaremos por ellos», lamenta la abadesa. La tarde del 28 de octubre acababa de conocer la noticia de la muerte de seis mineros en el pozo Emilio del Valle.
Las benedictinas viven en clausura constitucional, que es «recogimiento y silencio», precisan, pero no viven de espaldas al mundo. Su espíritu de puertas abiertas va más allá de la gente que hace el Camino. «Queremos ser acogedoras ante la multitud de personas que, en persona o por teléfono, se acercan a nosotras para contarnos sus penas o a pedir que recemos; escuchamos aunque no podamos hacer otra cosa», afirma la madre Anunciación Ríos Herrero.
El convento es una fundación del siglo XVI con monjas llegadas de Santa María de Piasca, Cantabria, y donaciones de doña Antonia Henríquez. Entonces, el monasterio de San Benito estaba en su esplendor. Ahora sólo quedan los restos de su arco y la iglesia de la Santa Cruz que compraron a los monjes en 1546 y da el nombre al monasterio.
«Cuando desamortizaron San Benito, los monjes ya sabían que les iban a expulsar y empezaron a traer cosas de valor a las monjas pero ellas no querían por el miedo», explica la abadesa. La tradición oral del convento ha traspasado de generación en generación la historia que explica que los restos del rey Alfonso VI estén en el Museo de Sahagún que custodian las monjas en el monasterio.
La tradición cuenta que, cierta noche, el abad trajo sigilosamente unas cajas tapadas con damasco rojo. Los dejó en una celda sin que nadie se enterara, hasta que en 1954 empezaron a indagar en San Isidoro para averiguar su paradero. «Sor Rosario del Pozo dijo que estaban aquí y quisieron llevarlos, pero la abadesa llamó a las autoridades civiles y eclesiásticas para darles sepultura y que quedaran aquí», relata sor Anunciación.
El sepulcro de Alfonso VI, rey de León y Castilla y emperador de España, fallecido el 30 de junio de 1109 en Toledo, así como de tres de sus esposas, Inés, Constanza, Berta y su amante Zaida, que las monjas cuentan como esposa, es una de las joyas del monasterio de Santa Cruz.
«El rey quiso quedarse en Sahagún, en el monasterio de San Benito, pues tenía un gran amor por la villa». La abadesa cuenta la historia con gran devoción. Alfonso VI estuvo encerrado por orden de su hermano Sancho en el cenobio y cuando llegó a rey se convirtió en benefactor de la villa, agradecido por el trato que recibió.
El sarcófago de Alfonso VI está en el Museo de Sahagún, al que las monjas dedican su esfuerzo y muchos mimos. La conservación del patrimonio es otro de los méritos que sopesó el jurado del 8º Premio Diario de León al Desarrollo Social y los Valores Humanos. En la calle, la gente felicita a las hermanas: «Bien merecido lo tienen», les dicen. Las monjas se sienten queridas por el pueblo: «Saben que si existen aquí muchas obras de arte es porque las monjas las han conservado», apunta la abadesa.
Cariño del pueblo
El cariño de la villa por el monasterio pasó por una gran prueba durante la Guerra Civil. Se cuenta que el entonces alcalde, el izquierdista Benito Pamparacuatro, las salvó de ser quemadas por una horda anticlerical que clamaba por acabar con «los parásitos». El alcalde, que luego sería fusilado por los falangistas, se encaró a la masa y la apaciguó con un órdago: «Primero hay que quemar La Peregrina y San Juan, de las monjas me encargó yo».
«Pamparacuatro quería mucho a las monjas y fue así como logró salvarlas», remata sor Anunciación que va contando las historias del monasterio mientras muestra el monasterio reluciente. El día se llena con las múltiples faenas que dan vida al monasterio.
En los últimos años, las Madres Benedictinas lo han restaurado con sus propios medios «sin ayuda alguna por parte de instituciones públicas o iniciativas privadas», precisa la abadesa, con el objeto de que «recobre todo su esplendor y destaque por su singular imagen en el entorno histórico medieval de la villa facundina».
Las religiosas hacen gala de vida «sencilla», se sienten «con el pueblo» y rezan por todos los que se acercan a pedírselo. El convento gira en torno a un claustro por el que penetra la luz del día a raudales y donde las plantas ven favorecida también su vida y esplendor.
En la Biblioteca se guardan miles de ejemplares que las monjas no pueden catalogar por falta de medios. Hay un ejemplar que destaca por su tamaño y por el cariño que le profesan las monjas. Es la Crónica de la Orden de San Benito de 1610. Ahí están las reglas que rigen la orden, de clausura constitucional pero no papal. Es una clausura interior.
No viven detrás de una reja, aunque aún se conserva en la ventana del torno donde reciben a las visitas. Sor Pilar es la portera. Su trabajo no consiste sólo en abrir y cerrar la puerta. Lleva la cuenta de las cajas de dulces que se venden y las que quedan. Y cuando lo ve necesario, da la alerta para que el obrador se ponga en marcha. Los amarguillos, cuya receta es tradición de las monjas y secreto que guardan bien, son los dulces que más fama tienen en este convento aunque también se hacen hojaldres, lazos y pastas de té.
Sor Lourdes y sor Montserrat son las especialistas del obrador, que aunque exhibe piezas antiguas como una balanza de pesas está totalmente mordenizado con hornos eléctricos y una máquina para hacer masa.
«Hemos llegado a servir a tres confiterías, ahora sólo hacemos para vender en el monasterio porque somos pocas», apunta la abadesa. Semana Santa y San José son fechas de mucha demanda de los dulces, mientras que en invierno hay menos ventas. «Este año hubo muchos peregrinos, vienen a sellar y preguntan por los dulces y por la bendición», explica.
Otro punto fuerte de las ventas de dulces son las excursiones para ver el Museo de Sahagún, donde las monjas custodian y conservan piezas propias del monasterio y también del municipio y privadas, todas ellas catalogadas por Patrimonio.
El dinero del albergue lo destinan a una oenegé de Perú, la Fundación Carlos Laborde, que se dedica «a la educación de los niños y niñas en una zona pobre» del país andino. Los ingresos de la hospedería sirvieron para iniciar las restauraciones del monasterio, que las monjas han realizado poco a poco, sin prisa pero sin pausa.
Ahora cuentan con sistema de alarma y otras medidas de seguridad para evitar los robos. Sor María José Magdaleno es la organista, ahora enseña a las monjas africanas que pasan su quinquenio en el convento. Oírla tocar en vísperas es un lujo al alcance de cualquiera que quiera acercarse a las siete de la tarde al convento facundino.
Las monjas también viven con sus recuerdos. «Mi padre era músico y ganó un concurso de organistas», cuenta. Se acuerda mucho la monja de su tío, Felipe Magdaleno, un sacerdote de San Isidoro que murió mientras daba misa. Sor Josefina Álvarez Seoane añora su Galicia natal y el monte de Santa Tecla. Ha sido portera, lavandera, planchadora... Entró en el convento con 18 años años. Ahora está jubilada. Sor Consuelo es de Villamuñió. Bordó docenas de juegos de sábanas. Sor Inmaculada, otra veterana. La mayor de todas es sor María Milagros, de Herreros de Rueda. 98 años.
Las africanas, sor Alfonsa y sor María Gabriela, hace un año y nueve meses que están en Sahagún. En el monasterio del que proceden, en Nigeria, hay 150 monjas. A las religiosas de Sahagún les han traído alegría y bríos de juventud. «Es impresionante cómo manejan el ordenador y los aparatos para hablar con su gente», admite la abadesa.
Se hace tarde y la oscuridad se cierne sobre el claustro. Las monjas cierran la iglesia y se dirigen, en silencio, al ofertorio. Esa noche salen en la tele, con Ana Duato, pero no se verán. «Lo grabamos y ya lo veremos», apostilla la abadesa.