Felipe VI culmina un primer año de reinado plagado de gestos
La monarquía ha dejado de ser vista como un problema por los ciudadanos.
Si un reto tenía Felipe de Borbón el día que fue proclamado rey ante las Cortes Generales, el viernes hará un año, era el de salvar la monarquía. Hoy la aseveración resulta exagerada y ese es, probablemente, el mejor elogio que puede recibir el nuevo monarca. La corona sigue sin encontrarse, como ocurre con el resto de las instituciones constitucionales, en su mejor momento pero ya muy pocos la ven como un problema y, desde luego, ha cesado el goteo incesante de noticias que alimentaban su descrédito. Esta misma semana decidió cortar por lo sano para evitar el daño que aún pudiera causar el procesamiento de la infanta Cristina y en un drástico golpe de efecto la desposeyó del título de duquesa de Palma.
La medida, la única que ya estaba en su mano, puesto que aunque lo desee no puede apartarla de la línea de sucesión, apuntala la conducta que le ha guiado estos meses. El 2 de junio de 2014, cuando don Juan Carlos cogió al país por sorpresa y anunció su abdicación, lo hizo consciente de que ni él, ni lo que era peor, la corona podrían resistir por más tiempo el desgaste que habían supuesto el estallido del caso Noós; el descubrimiento de que don Juan le había dejado una herencia en cuentas suizas; sus viajes con la aristócrata alemana y mujer de negocios Corina zu Sayn Wittgenstein y otras noticias que alimentaban la idea de un comportamiento impropio amparado bajo el manto de la inviolabilidad que le brindaba la Carta Magna. Menos aún, en un clima de hartazgo y anhelos de regeneración que él, a sus 76 años y con su delicada salud, jamás podría volver a satisfacer.
Todo eso lo sabía el viejo monarca, que en un gesto elocuente incluso evitó estar presente en el acto de proclamación de su heredero en el Congreso, y lo sabía también el nuevo rey, que hizo del compromiso con una «conducta íntegra y honesta» uno de los ejes de su discurso. Apenas un mes después, quiso demostrar que no se quedaría sólo en palabras. Anunció su intención de someter las cuentas de la monarquía a una auditoría externa de la Intervención General del Estado y además prohibió a los miembros de la Familia Real dedicarse a cualquier actividad privada y ajena a sus responsabilidades institucionales.
La sucesión, rápida y sigilosa, salió mejor de lo que habría cabido prever para los pocos -el jefe del Ejecutivo, la vicepresidenta, y los ex vicepresidentes- que habían estado en el ‘ajo’. Pese a lo que auguraba el resultado electoral de las europeas, en las que los dos grandes partidos que han sido sustento de la monarquía parlamentaria perdieron 30 puntos en porcentaje de votos, apenas hubo contestación republicana en las calles (tampoco excesivo entusiasmo monárquico). Y doce meses después puede hablarse incluso de normalización.
Ni siquiera Podemos, el partido emergente que se vislumbraba como una amenaza para los principales referentes del sistema del 78 se muestra beligerante con la corona. Es más, a pesar de que sostiene que el rey tendría que ser refrendado como jefe del Estado por los ciudadanos, el secretario general de la formación que se mueve entre la izquierda anticapitalista y la socialdemocracia, Pablo Iglesias, sólo tiene buenas palabras hacia don Felipe y ha llegado a decir que sin duda los españoles le darían el ‘sí’ porque despierta una «enorme simpatía».
Los sondeos del CIS, aún así, indican que aún hay trabajo por hacer. El rey Felipe se ha esforzado en dar a la monarquía una pátina de modernidad y por acompasar algunos de sus comportamientos a los de una sociedad mucho más abierta que la de 1975.
Ahora, el 57,4% de los españoles valora de manera positiva su gestión, según la encuesta que el centro público realizó hace dos meses, pero así y todo, la monarquía sigue sin lograr el aprobado. Del 3,72 que recibió de nota media en abril de 2014, un mes antes de la abdicación de don Juan Carlos, ha pasado al 4,34, es decir, 0,62 puntos más.
El nuevo monarca tiene muy claro que el papel de «árbitro del funcionamiento regular de las instituciones», que le atribuye la Constitución española, implica no hacer declaraciones que interfieran en el debate político del día a día.