El líder no buscado que quiso serlo
Madrid. «Tú haz lo que quieras, pero que sepas que yo no voy a mover un dedo por ti» le dijo uno de los hombres que más habían tenido que ver con su vuelta a la política. Era enero de 2014. Alfredo Pérez Rubalcaba, aún secretario general del PSOE, no había descartado presentarse a las primarias que, en principio, iban a tener lugar en noviembre para elegir al candidato a la Moncloa, pero la mayoría de los socialistas daban por hecho que renunciaría y habían empezado a tomar posiciones por Patxi López, Eduardo Madina, Carme Chacón… En ese contexto, Pedro Sánchez, diputado raso, pero implicado en la fontanería de Ferraz ya desde la época de José Blanco decidió que quería competir. Ni siquiera sus amigos le apoyaban entonces.
Sin embargo, su caracter empecinado y rocoso, alimentado en buena medida por su esposa, Begoña Gómez —según cuentan quienes conocen a la pareja—, acabó convirtiéndose en su mayor aliado. No se rindió. Y cuando Rubalcaba anunció en mayo que dejaba el cargo tras el fracaso en las europeas, Sánchez había logrado ya un pequeño capital político. Suficiente para que Susana Díaz, irritada con Madina por haber frustrado su designación por aclamación como secretaria general con su reclamo de una votación directa de los militantes, decidiera volcar todo el apoyo orgánico que había sido capaz de concitar a su favor.
Sus detractores dicen que pese a la solvencia que parece transmitir su expediente, resulta escasamente «creíble» en su discurso, que no llega al ciudadano y carece de la mínima emotividad. De poco han servido el recurso a las fórmulas de la comunicación política estadounidense, su paseo por los programas televisivos, el protagonismo dado a su mujer, el uso de la bandera española… Él mismo ha admitido en esta campaña que su principal defecto es la falta de «naturalidad». Sólo se irá si lo echan los militantes.