Aquella Diada que activó el huracán
P ero ¿qué nos ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, cuando un periódico barcelonés puede titular, con toda la razón, «Investigado el Govern por un delito penado con prisión»? Hace menos de una década, el mismísimo Artur Mas, a punto de convertirse en president de la Generalitat, me decía, en la entonces sede de la entonces Convergencia Democrática de Catalunya, que «ser independentista es ser retrógrado». Atesoro esta frase, que él repitió a muchos, para situarme frente a los titulares de los periódicos, casi titulares de guerra, cuando faltan veinte días para el estallido. Pero ¿qué hemos hecho, los de allá, los de acá? Creo que todo se precipitó hace cinco años, en aquella Diada de 2012, tan concurrida, que hizo pensar a un Artur Mas que se sentía engañado, vejado en su mesianismo soberbio, que había llegado el momento de dar el salto que su camarilla le aconsejaba: hacia la independencia.
Claro que todo había empezado mucho antes. Cuando los sucesivos gobiernos centrales, y no pocos personajes bien colocados en la política en Barcelona, permitieron que el molt honorable president de la Generalitat robase, y no solo él, desde su despacho en la plaza de Sant Jaume, a manos llenas. Todo por la gobernabilidad del Estado. Cuando pudieron imponer su política educativa porque lo permitía el más amplio autogobierno de Europa. O silenciar los carteles en castellano en los establecimiento. O cuando Zapatero mintió por dos veces al ya digo que mesiánico Mas —había que verle bajar las escaleras del Palau de Sant Jordi, todo soberbia y vanagloria: parecía Charlton Heston/Moisés portando las tablas de la ley—, prometiéndole que el presidente de la Generalitat sería el líder de la formación más votada. Y, en su lugar, facilitó que primero Maragall, luego Montilla, se sentasen en el principal sillón del Palau de la Generalitat. O cuando el PP recurrió el Estatut, o cuando... Al final, en los divorcios no suele haber una sola parte exclusivamente culpable, de manera que cesemos en el reparto de responsabilidades: el caso es que todo ha salido mal.
Así que Artur Mas se echó al monte. Algunos dicen que se envolvió en la bandera estelada —yo no las veía por los pueblos catalanes hace poco más de un lustro— para tapar el escándalo, enorme, de la corrupción oficial. Otros, yo entre ellos, pensamos que se dejó llevar por la soberbia: soy más fuerte que esos ‘de Madrit’ que parecen despreciarme. Y entonces se sentó sobre la minoría de catalanes que, diciéndose también hartos ‘de Madrit’ y aceptando la falacia de que ‘España ens roba’, decían anhelar la independencia, en realidad convencidos de que tránsito no iba a llegar, afortunadamente, nunca. Fue entonces cuando Mas confundió al millón de personas que acudieron a aquella Diada con secesionistas puros. Acabarían, gracias a los errores cometidos aquí y allá en estos últimos cinco años de carrera hacia la catástrofe, siéndolo. Lo veremos en la edición de la Diada este lunes.
Todo se ha roto: hay dos cataluñas, como hay —hasta en eso somos lo mismo— esas dos Españas machadianas. Y entonces ¿qué hacemos? Pues Rajoy y el Gobierno central, y el Tribunal Constitucional, y la Fiscalía general y parece que hasta la leal oposición, constituída, tarde, mal y coyunturalmente, en tripartito al menos para esto, y la Unión Europea, y las encuestas y hasta la alcaldesa de Barcelona, reticente a facilitar locales municipales para las urnas, han decidido propinar unos cuantos disgustos a Puigdemont. Pero quien quiere ser Companys, y además ha entrado en una fase avanzada de locura, no se va a amilanar porque lo multen, o lo inhabiliten. Los que piensan solo en el palo, y abominan de la zanahoria, los que predican una política de exclusiva dureza ‘hacia Cataluña’ (espero que se refieran exclusivamente a la Generalitat), creo que se equivocan. No se puede estigmatizar a todos los que colaboran voluntariamente en este ‘procés’, por muy demencial que a nosotros nos parezca, ni intervenir semanarios locales con la Guardia Civil: en las calles catalanas las cosas son muy diferentes que en ‘Madrit’.
Rajoy, el tripartito, Inés Arrimadas, Albiol, Iceta, hasta Coscubiela —que se marcha de la política, y es una gran pérdida—, vencerán. Mejor dicho: venceremos los que nos declaramos contra el absurdo ‘procés’, que no es sino la suma de años de despropósitos, como antes decía. Venceremos porque el sentido común está más de nuestro lado que del de los burgueses que se han aliado con la CUP. Más del lado del héroe Coscubiela que del lado del villano Rufián. Venceremos, pero deberíamos, además, convencer. Y es difícil convencer con meras palabras, incluso con hechos, a quien se niega a dialogar. Y Puigdemont ha entrado en esa deriva de soledad irremediable de los perdedores que se niegan a reconocer su error: algunos, en los meses pasados, en ese 2016 demencial, solo querían escalar el balcón de La Moncloa, y erraban. Puigdemont no parece haberse dado cuenta de que ahora nada es lo mismo. Y lo peor es que no parece haber nadie capaz de explicárselo. Lo intentó Coscubiela y mire usted las cosas que le han dicho en Twitter, la red social que es, como la CUP, como algunos corresponsales extranjeros, ahora el rey del mambo. Puede, confío, que el 2 de octubre nos estemos riendo mucho de toda esta enorme bobada. Pero no sé si habremos convencido mucho, porque con quien hay que dialogar, negociar, es con los catalanes, no con los muros, tapiados al exterior, de la Generalitat, ciega y sorda a la realidad, que la Diada no ocurre todos los días ni es, tampoco, la única realidad que existe en una Cataluña mucho más plural de lo que ahora aparece.