Las piedras hablan en Luna
La gente resistió en los pueblos del embalse de Luna hasta que el agua llegó a sus casas; muchos se llevaron las piedras para construir las nuevas moradas en la comarca y lograron salvar parte de su patrimonio, como el retablo de Lagüelles que está en la iglesia de Pobladura.
ana gaitero | león
«Joselín, ¿a dónde llega el agua?». Los vecinos de Lagüelles repetían la pregunta, un día tras otro, a aquel maestro de Campo de Luna que fue contratado para enseñar las cuatro reglas de matemáticas y un poco de gramática, mientras terminaban las obras del embalse de Luna.
La escuela había sido suprimida. Había que irse, pero nadie sabía cuándo. El agua, que iba aumentando a medida que el cemento hacía crecer la presa, fue el único aviso que recibieron para cerrar las casas y decir adiós. Marcharon con lágrimas en los ojos y los pies mojados.
Albito Suárez era uno de aquellos chavales. Medio siglo después recorre las ruinas del pueblo como quien anda por los senderos de su propia memoria. Y de las piedras brotan nombres e historias que llenan el espacio vacío. Sin techos ni ventanas y puertas.
Albito nació en Los Barrios de Luna, pero vivió con su abuelo y sus tías hasta los ocho años en Lagüelles, pueblo de la margen derecha del río Luna, que quedó anegado por el pantano. Sólo la espadaña de la iglesia de San Mamés asoma un metro y pico sobre la lámina de agua cuando el pantano está lleno.
Las piedras resisten numantinamente al paso del tiempo y hablan si hay quien sepa tocarlas. Lagüelles, por su ubicación, es uno de los enclaves borrados del mapa por el embalse que mejor conserva el caserío, aunque la mirada se acerca a este amasijo pétreo con la impresión de que son los restos de un bombardeo.
«Es más el derrumbe ocasionado por la mano del hombre, el pantano no ha hecho nada. La primera destrucción fue para quitar las maderas de puertas y ventanas», afirma Albito.
La gente fue obligada a marchar por la fuerza del agua, pero cuando Franco vino a inaugurar el pantano, en 1956, aún no se habían pagado la totalidad de las indemnizaciones por las casas, tierras y bienes expropiados. En las 1.300 hectáreas que ocupa el pantano de Luna se construía la obra más importante de León desde los tiempos en que los maestros del medievo levantaron la Catedral.
El pantano de Luna fue el segundo en consruirse en León, después del de Villameca. Con 200 hectáreas anegadas, sus dimensiones son incomparables. Los vecinos de Oliegos, el único pueblo anegado por el embalse cepedano, fueron desalojados de la manera más triste e indigna. Les prometieron casas en Castilla y cuando llegaron a Foncastín, como bautizarían más tarde al pueblo pucelano, se encontraron con la nada y unas cuadras. Tuvieron que empezaron de menos de cero.
También en los años 50 se construyó el pantano de Bárcena en el Bierzo, para refrigerar la central térmica de Compostilla y proporcionar regadíos. Se llevó dos pueblos, Bárcena y Posada del Bierzo. El pantano del Porma es algo posterior, se puso en servicio en 1968 y anegó seis pueblos, más dos que también fueron expropiados por quedarse sin terrenos de cultivo y pastos. Otros ocho pueblos fueron cubiertos entre 1986 y 1987 por el embalse de Riaño.
En Luna, fueron dieciséis pueblos los afectados. La gente se agarraba a lo único que tenía. La tierra y las piedras. Hasta que vino el agua. Algunos pudieron llevarse las piedras, aquel año o en los veranos en que el pantano se queda vacío como ha ocurrido este año, marcado por una de las sequías más grandes en décadas.
Se llevaron las piedras «en parte por su valor sentimental, pero también por necesidad», explica Albito. La CHD había contratado a una empresa para que aprovechara la madera, las tejas y otros elementos... Muchas personas pidieron permiso para sacar piedra y construir sus nuevas moradas. Después vino el pillaje.
«La gente resistió en las casas, no se querían ir», recuerda Manuela Suárez, de 92 años y vecina de Pobladura. Fue una de las últimas en irse. El agua la ‘echó’ por dos veces de casa. Manuela se había casado con Fano Tuñón, de Miñera. Bajaron a vivir a Casasola cuando ya estaba el embalse en construcción. A los pocos meses se trasladaron a Láncara, hasta que el agua llamó otra vez a la puerta.
«No se querían marchar en parte porque no tenía a dónde ir, pues no les habían pagado», apostilla Albito Suárez. Algunos se habían adelantado a abrirse camino cerca de la capital, donde compraron fincas y empezaron a levantar casas (el barrio de Pinilla, Trobajo del Cerecedo, también Benavides de Órbigo...), pero los más mayores se aferraban a las piedras que habían heredado de sus antepasados o las que habían labrado para construir sus propias casas.
Lagüelles se ha librado de la marea turística que ha llenado el pantano este verano. Contaba en los años 50 con 112 habitantes de hecho y 33 casas, además de otras once edificaciones destinadas a usos no residenciales, como los dos molinos, la escuela y la fábrica de luz y la lechería que ocupaban planta y piso del mismo inmueble. La población afectada por el embalse superó las 1.500 personas en los dieciséis pueblos. Un riachuelo, que nace en la peña de dos fuentes, es la columna vertebral de este pueblo situado en la margen derecha del río Luna. Aún se conservan las dos vigas de madera del puente que cruzaron los últimos vecinos con los cuatro muebles, «si es que llegaban a cuatro», precisa Albito, y los animales.
Los vecinos habían sacado una pequeña presa del río y la taparon con enormes piedras. El trasvase terminaba en un pozo donde el agua saltaba y producía la fuerza para hacer mover el generador y hacer la luz, aunque la misión principal de la central era producir la energía necesaria para mover la máquina de desnatar la leche. «Todas las noches se quedaba alguien del pueblo a dormir en la central», recuerda Albito. Todos los vecinos llevaban a diario la leche que ordeñaban a las vacas, «no llegaría a cuatro litros cada uno porque las vacas eran usadas para la labranza y no daban más de sí», apostilla.
la espadaña vigía
La espadaña de la iglesia de Lagüelles se asoma un metro por encima de la lámina de agua en los mejores años de nieves y lluvias. El embalse de Luna puede llegar a almacenar hasta 300 millones de metros cúbicos abrazados por sus 40 kilómetros de costa. Después de un año de extrema sequía y con las escasas lluvias del otoño, alcanzó a últimos de octubre sus cotas más bajas. Tras las primeras lluvias del otoño, el 2 de noviembre, apenas alcanza el 4,2% de capacidad con apenas 12,7 millones de metros cúbicos.
Como es un pantano que dedica una gran parte del agua a regadíos —se construyó para regar 50.000 hectáreas en el Páramo y alimentar una central eléctrica, la de Mora de Luna— sus cotas son muy bajas cuando se hace el último riego de septiembre. Pero este año en agosto ya habían salido a la luz Lagüelles, Cosera y Las Ventas de Mallo en la margen derecha del Luna. De Santa Eulalia de las Manzanas, el primer pueblo de este lado, siguiendo el curso del río no se conserva nada. No fue anegado, pero los vecinos lo abandonaron y pidieron su expropiación porque se quedaron sin las mejores tierras de labor.
En la margen izquierda del río Grande, como llamaban los vecinos al Luna, se secaron al sol del tórrido verano, las tierras de lo que un día fue Arévalo (apenas queda nada a pesar de que el pantano no tocó sus casas) y las piedras de Láncara, Campo, Oblanca (del que tampoco hay rastro, lo último que quedaba desapareció en la época de las obras de la autopista), San Pedro de Luna, El Molinón, Casasola y Miñera, con la espectacular ruina de su iglesia que mucha gente confunde con un castillo.
Mirantes está fuera de la cota pero también fue abandonado por la población, al quedarse sin terreno fértil. Queda la casa que ahora ocupa el club náutico, la iglesia y poco más. La Canela y Truva, unas ventas que estaban tan cerca de la presa que aún cubre sus restos la poca agua que hay en el pantano.
El barrio del Trabanco, en Los Barrios de Luna, albergó los talleres para la construcción del pantano. Fue el primer pueblo que se expropió. Un jardín a pie de presa, donde se celebra la fiesta del Pastor, es lo que queda de este barrio. El pantano de Luna tardó casi una década en llenar su vaso porque la presa se construía al ritmo que «alcanzaba» el hormigón.
La presa mide 96 metros desde los cimientos y 81 desde el cauce del Luna, que se estrella contra el muro y nunca ha perdido su cauce debajo de las aguas del pantano. Su longitud es de 229 metros. Aprovecharon el mejor lugar posible para el cierre: la cresta donde se alzaba el castillo de Luna, cuyos últimos restos fueron engullidos por el muro.
salieron en barca
Adjudicado a Ginés Navarro en 1945, el mismo empresario que obtuvo la concesión de la hidroeléctrica, el desalojo de la población se inició en 1951 y se aceleró en 1954, según cuenta en su tesis doctoral la historiadora Ana María Villanueva. La población de la comarca se disparó al 200% por la cantidad de trabajadores que atrajo la obra, aunque también fueron utilizados presos políticos de la guerra civil que redimían penas con trabajos forzosos.
Los vecinos de Lagüelles fueron de los últimos en irse. Salieron en barca. Aún quedan las huellas del embarcadero, en una zona del pueblo cercana a la escuela y la casa concejo, que ocupaban planta y piso del mismo edificio. «Arriba la escuela y abajo la casa concejo», aclara Albito. Al otro lado del pantano, siguiendo una diagonal, se encuentra la zona que usaron para desembarcar y almacenar provisionalmente los enseres. La barca había llegado desde el Esla, era la que usaban para cruzar el río entre Cabreros del Río y Villalobar.
En otros pueblos, se ingeniaron con soluciones más sencillas para pasar por encima del agua mientras se iba llenando el pantano. Manuela Suárez recuerda que los vecinos de Cosera pusieron unos tablones para salvar las aguas hasta Miñera y salir por la carretera que también construían a medida que avanzaba el muro del embalse.
Albito pasa por delante de la casa de su abuelo y entra al calor de la infancia en un día nublado que amenaza con la lluvia. La esperada lluvia. Señala, en lo bajo, el pajar y, arriba, el postigo por donde arrojaban la hierba. Luego metían a las ovejas para que lo pisara y hacer más sitio a la hierba.
En aquella economía de subsistencia nada se tiraba y todo era aprovechable. También las piedras que servían de línea divisoria de las tierras. «Las pagaron mejor que las casas», precisa. Vagando entre las casas recuerda también que el escudo de los Águila, uno de los linajes de más raigambre en Lagüelles, está en Villasecino y un arco de la iglesia en Otero de las Dueñas.
El retablo fue encajado en la iglesia de Pobladura, lo mismo que la bogadera —pila de lavar que tenía una salida hacia la calle— que hace de pared en la fuente pública de este pública. La imagen de San Ramón, el patrón del pueblo, está en Robledo de Caldas, la virgen del Carmen en La Magdalena y San Mamés, el titular de la iglesia, en Caldas de Luna. Disperso, pero no muerto.
Otros pueblos y bienes patrimoniales no corrieron tanta suerte. En Lagüelles se tropieza fácilmente con piedras molenderas, restos de pilas bogaderas, los imponentes arcos de la casa del escribano, los restos de los molinos (hubo hasa ocho en este pueblo) y de la central eléctrica y lechería. Toda una cultura olvidada y tendida por el suelo, que resiste al agua y al olvido.
Las escaleras y mucha piedra con la que Manuela y Juan levantaron su casa también llegaron desde los pueblos que el pantano iba tapando.
«Quedó la pila bautismal», dice Albito buscándola entre las piedras de las imponentes paredes con arcos que aún se conservan en pie en la iglesia de San Mamés de Lagüelles, cuya fábrica data de 1715 aunque tiene algunas reformas del siglo XIX y principios del XX.
de pueblos a piedras de un cauce
No hay rastro de la pila en la que fueron bautizados sus antepasados y aquella niña que murió y fue enterrada en el nuevo cementerio de Lagüelles habilitado al otro lado del río Luna. Es posible que alguien se la haya llevado, aunque no está permitido oficialmente. La CHD asegura que no existe ninguna normativa que regule la posibilidad de vender y comprar estas piedras.
«Son bienes que pertenecen al Estado, expropiados en su día para construir los embalses, y aunque puedan tener valor sentimental, arquitectónico o histórico, por ser sillares o unidades labradas, tienen la misma consideración que otras piedras de un cauce», respondió el gabinete de prensa de la Confederación Hidrográfica del Duero.
En Láncara, recuerda el hombre, rescataron piedra a piedra la casa de un famoso comerciante y corresponsal de banca, Constante, para levantarla en Sena de Luna donde se mantiene en pie. Y así muchas otras viviendas fueron construidas con las piedras que volaron desde el pantano.
Otros las tienen de adorno en los jardines. Y hay quien, como Albito, baja a tocarlas para recordar la morada en la que nacieron y se criaron. Dora ha bajado cuatro veces este año a lo que queda de Las Ventas de Mallo, comenta uno de sus once hijos. Y muchos de sus primos se acercaron a Luna para hacer lo mismo.
El pantano se convirtió en hito para turistas y domingueros y en el plató natural para rodar con drones y ver la evolución de la sequía. Desde el aire, como desde la carretera del pantano, recién arreglada, se ven las líneas de las fincas y los restos de las casas de Miñera, Casasola, El Molinón y San Pedro de Luna, «el pueblo del abuelo de Zapatero, el capitán Lozano», como recuerda Albito.
¿dónde llega el agua?
También se asoma el puente de San Lorenzo, con sus once ojos aún debajo del agua, e incluso es visible el trazado de la carretera que atravesaba el valle en dirección a León y Villablino. La gente se acerca al pantano para curiosear y ver a dónde llega el agua.
Alguien depositó una urna, dicen que con cenizas dentro, en la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, emulando el recorrido que hace un antiguo vecino de Vegamián en la última novela de Julio Llamazares, Distintas maneras de mirar el agua.
Hubo quien puso unas velas y unas flores en los muros de una vivienda en Casasola... Todos fueron a mirar el espacio vacío del agua. A ver dónde llega el agua. Cuenta Albito que antes era más frecuente ver los autocares de gente que venía desde el Páramo a ver cómo estaba el embalse de lleno. También las llamadas que hacen a menudo a su vecina de Los Barrios de Luna, por ser el primer número de la guía de teléfonos. ¿Llueve en el pantano? ¿A dónde llega el agua? La pregunta que le hacían a Joselín, el maestro de Campo de Luna, se sigue repitiendo.
La letanía, y tal vez las excursiones al pantano, se repetirán en primavera. Ya se lo están preguntando, con preocupación, los regantes del Páramo que dependen de este embalse. No ven probable que el pantano pueda alcanzar el 85% de la capacidad, que es la cantidad necesaria para asegurar una campaña normal de riegos.
Más de 50.000 hectáreas, dedicadas fundamentalmente al cultivo de maíz, remolacha y lúpulo dependen del agua de este pantano, además de abastecer de agua potable a León capital. El Páramo fue la comarca agraciada con las aguas del Luna, que este año no han llegado para dar buena cosecha. Es una comarca agradecida. En Bustillo hay una placa que recuerda los nombres de los pueblos anegados. Cosa que aún no se ha hecho en la presa.