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la represión de las mujeres

Cautiva por ser madre soltera

LAS PRESAS DE CARMEN POLO. María García, la fundadora de la primera asociación de madres solteras de España, relata los nueve meses que pasó en 1972 recluida en Peñagrande, una inclusa para jóvenes ‘descarriadas’ que dependía del Patronato de Protección a la Mujer presidido por la esposa del dictador .

María García Álvarez, presidenta de la Fundación de Familias Monoparentales Isadora Duncan, con su expediente del Patronato de Protección a la Mujer. F. OTERO PERANDONES

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León

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ana gaitero | león

Miles de españolas, desde los 16 hasta los 25 años, sufrieron la represión del Patronato de Protección a la Mujer del que fue presidenta la esposa de Franco, Carmen Polo, y cuya misión era «la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarla del vicio y educarla cristianamente».

El patronato, confesional por definición, tenía atribuciones para tutelar e internar a las mujeres en establecimientos regidos por órdenes religiosas, que en la práctica eran cárceles con un severo régimen disciplinario y de las que no se podía salir sin el permiso de la institución.

Su autoridad estaba por encima de los tribunales. Así lo decidió Franco en la ley de 20 de diciembre de 1952 que reguló el Patronato de Protección a la Mujer, que venía funcionando desde 1941 como heredero del antiguo Patronato Real para la Represión de la Trata de Blancas: «Las medidas de protección o regeneración no se suspenderán por la incoación de procedimientos ante los tribunales», señala su artículo 21. No se extinguió hasta 1985.

Las juntas nacional y provinciales asumían la tutela y guarda de las mujeres, incluso mayores de edad: «Ejercerán sobre las mujeres las funciones de vigilancia, recogida, tratamiento e internamiento».

La leonesa María García fue una de las mujeres que sufrió el yugo de esta institución. Su delito: quedarse embarazada con 16 años y no casarse. Tras ser expulsada del colegio de monjas en el que cursaba cuarto de bachillerato, ella misma solicitó el ingreso en la Institución Nuestra Señora de la Almudena de Peñagrande (Madrid), el centro de reclusión que el patronato creó para las madres solteras. «Me sentía rechazada en León y pensé que era una solución», confiesa.

«Una compañera de trabajo de mi hermana me había hablado muy bien y yo misma se lo propuse a mi padre, que tuvo que ceder la tutela al Patronato de Protección a la Mujer», añade. Su padre firmó la cesión de la tutela, como era preceptivo. Era el mes de marzo de 1972 y estaba embarazada de cuatro meses, según la exploración médica. Cuando se subió al tren con la visitadora que la acompañaba, como si fuera una policía social, no se imaginaba lo que iba a encontrar en aquel edificio de la calle Isla Malaita, 2 y 4, en aquellos tiempos a las afueras de Madrid.

«Aquello era una cárcel. Nada más entrar me encontré con cien mujeres embarazadas haciendo trabajos de costura para El Corte Inglés y rezando el rosario. Estaba asustada y me eché a llorar. Pero la monja me gritó: «Aquí no hay papá que pague» y me acompañó a la celda. Allí quise morirme y empecé a escribir a mi madre para que me sacara, pero no le enviaban las cartas», recuerda.

En la institución había mujeres de pago, «hijas de familias de la alta sociedad que iban allí a dar a luz y muchas veces daban el niño en adopción», apostilla. La mayoría pagaban con trabajo la reclusión, a pesar de que el patronato compensaba a las monjas con una cantidad por cada mujer. «Fregábamos el suelo de todas las galerías y la guardería rodillas, con estropajo y jabón, recogíamos la fruta para las monjas, que a nosotras no nos daban fruta, y por la tarde costura. Éramos negocio de todo el mundo», subraya.

Bajo la férrea tutela de las Cruzadas Evangélicas, María García vivió en Peñagrande nueve meses infernales. Las despertaban con la canción Manda rosas a Sandra y por la tarde, aparte del rosario y las jaculatorias, había sesión de radionovela. La popular Simplemente María discurría con su tono moralizante mientras ellas daban una puntada tras otra sin parar. «A ver si aprendéis», les decía.

La comida era deficitaria en nutrientes y excesiva en hidratos de carbono. «Nos daban comida para que engordáramos y tuviéramos un parto más difícil», añade. Ella no se dejó. «Cuando teníamos que bajar la fruta nos guardábamos algo en la barriga. Una vez nos pillaron y nos castigaron a comer solo plátanos pasados en puré. Desde entonces no los pruebo», explica. La col era la única verdura que se veía por allí. Acostumbrada a la huerta de casa, «me hacía ensaladas con el cogollo», apostilla.

Aún así la hora del parto fue otro duro trago de dos largos días de dolor, sin que le suministraran ningún tipo de calmante. Por no recibir, ni apoyo moral. Muy al contrario, la humillación era la moneda corriente en el trato cotidiano de las monjas hacia las mujeres ‘caídas’ o ‘descarriadas’. Si en misa solían oír al cura: «Vosotras, que sois de las cuatro letras», en el paritorio el tono se elevaba: «¡Ay zorra, ¿no te acuerdas cuando estabas debajo?», era el reproche habitual.

Las chicas se ayudaban unas a otras como podían. «Alguna murió después del parto y estoy segura de que hubo niños con problemas de salud por negligencias», afirma.

La capacidad redentora y reeducadora de aquella institución queda muy en cuestión en su testimonio: «Mi primer cigarrillo lo fumé el día que di a luz. Antes nunca había fumado. Mi madre se quedó asombrada cuando llegué a casa», asegura María García.

Si malo fue entrar en Peñagrande sin saber a lo que se enfrentaba, peor fue salir. Nada más que dio a luz sus padres iniciaron los trámites para que la dejaran en libertad y a su cargo. Pero tardaron meses en conseguirlo y tuvieron que emprender un pleito.

Los documentos no dan lugar a dudas sobre el poder que ejercía el Patronato de Protección a la Mujer y la institución de Peñagrande como su delegada sobre las mujeres que caían bajo su tutela, bien por denuncia de los padres o bien por desconocimiento de las consecuencias de renunciar a la tutela sobre las hijas.

En el expediente de María García, el número 2520/72, figura un documento del 22 de marzo de ese año que dice: «En el día de la fecha me hago cargo de la mujer María García Álvarez, la cual no será entregada a nadie, ni aún visitada sin autorización expresa de esta Junta Provincial, bajo cuya protección queda internada en este establecimiento. Dios guarde a usted muchos años», era el remate de todos los escritos oficiales.

Las súplicas de su padre para que la dejaran en libertad no surtieron efecto, pese a que aportó certificados médicos sobre la enfermedad de su mujer y alegó que su hijo también estaba fuera de casa, y de la península, pues cumplía el servicio militar obligatorio fuera de su territorio. El escrito, de su puño y letra, está fechado en el mes de septiembre. También alegó que la joven había cursado hasta tercero de bachillerato y que como estaba a punto de comenzar el curso escolar no quería que perdiera otro año. No se le dio opción a estudiar en Madrid, en los centros que el patronato tenía concertados para las jóvenes internas de Peñagrande.

Pero la respuesta, negativa y tajante, se hizo esperar más de dos meses. El 28 de noviembre de 1972, recibió respuesta negativa y tajante: «Tengo el honor de comunicarle que la citada joven, aunque se ha superado en su comportamiento, estimamos que es demasiado pronto para enfrentarse con su problema. Vemos por otra parte la necesidad que tiene de una mayor formación moral y social».

Las acciones judiciales que emprendió el padre y la huelga de hambre de su madre a la puerta del centro surtieron efecto pocos días después de este escrito. El 14 de diciembre quedaba firmada la carta de libertad de María García Álvarez, aunque la joven madre no saldría del recinto de Peñagrande hasta el 21 de diciembre, como bien recuerda 45 años después.

En el tiempo que estuvo en Peñagrande no se le dio opción a estudiar en Madrid, en los centros que el patronato tenía concertados para las jóvenes internas de la residencia de Nuestra Señora de la Almudena. La única salvación que veían para ellas era el matrimonio. María recuerda que los domingos, en la misa de 12, se abrían las puertas de la iglesia y entraban muchos hombres. Una vez situados estratégicamente en los bancos, «nos hacían desfilar a nosotras para que nos vieran y escogieran». Era muy joven pero tuvo claro que no se casaría desde el momento que tuvo a su hijo en brazos. Aquel día, mientras daba el pecho a Tomás, se juró que «nunca me casaría y que llegaría el día en que sería respetada como madre soltera en León». Hoy es una referencia para las familias monoparentales en España y a nivel internacional, como presidenta de la Fundación Isadora Duncan, hija de la asociación que creó en 1984.

El camino ha sido largo y difícil. La condición jurídica y social de las madres solteras está a años luz de la marginación y humillaciones que sufrieron, aunque la discriminación, sobre todo fiscal, sigue existiendo. María García recalca que «no fui la única» que sufrió el yugo del patronato. «Hubo algunas chicas que no lo soportaron, se suicidaron», afirma con una emoción contenida.

El regreso a León supuso volver a enfrentarse con el rechazo y los prejuicios sociales hacia las madres solteras. «Nunca le agradeceré bastante a mi padre cuando un día se presentó un hombre mayor con una chica joven en casa y le ofreció buscar a uno como él para mí: «¿Tú crees que yo voy a casar a mi hija con viejo?», le espetó. «La chica me miró como diciendo: ¡Qué suerte has tenido!».

María García recuerda también las palabras de su madre: «Quiso que volviera a estudiar, me animaba a salir a bailar y me decía que aunque ella aún tenía que educarme, al mismo tiempo yo tenía que responsabilizarme de hijo», Pero una cosa era la realidad de casa y otra la que vivía en la calle.

Las habladurías sobre abortos, novios, amantes se juntaban con las miradas acusatorias. Nunca cedió. Ni aceptó el libro de filiación que daban a las madres solteras, en lugar de libro de familia. En 1984 lo consiguió. Acostumbrada a leer la prensa en casa (su abuelo recibía periódicos de León, La Bañeza y Astorga), alzó su voz en escritos y un día convocó a las madres solteras de León para crear la asociación. «Al principio venían hombres en busca de mujeres para casarse y creo que algunas se fueron porque siempre mantuve que el matrimonio es una opción, no una solución», apostilla.

La formación, primero en estudios básicos y luego profesionales, fue uno de los pilares de la Asociación de Madres Solteras Isadora Duncan, como se llamó inicialmente. «La independencia económica y emocional son fundamentales», añade. A mí nunca me abandonó un hombre, hizo dejación de sus funciones como padre», recalca.

Nunca había querido contar aquel episodio con detalle. Recordar Peñagrande, «era muy doloroso», admite. Después de lo vivido y de aparecer en Las desterradas hijas de Eva, el libro de Consuelo Consuelo García del Cid sobre los abusos y maltrato a las mujeres sometidas al imperio del patronato, cree que es el momento de que «la historia de las mujeres salga a la luz», especialmente, las «obreras y campesinas» que siempre han quedado al margen, incluso a veces, del feminismo centrado en las élites intelectuales y sociales. «Si alguien ha tocado de lleno en la línea de flotación del patriarcado somos las madres solteras», subraya.

La fundación trabaja también con mujeres migrantes y con menores y desarrolla programas de empoderamiento de las mujeres para su autonomía emocional y económica, así como de apoyo y educación en igualdad a menores. La incorporación de las niñas al mundo de la ciencia y la tecnología, con particular atención a la robótica, son proyectos punteros.

El camino ha sido largo y difícil. La condición jurídica y social de las madres solteras está a años luz de la marginación y humillaciones que sufrieron, aunque la discriminación, incluida la fiscal, sigue existiendo. La fecundación in vitro ha cambiado el concepto social de madre soltera. «A ellas se las ve como madres por elección, a nosotras no. Éramos las de las cuatro letras».

María García se ríe al contar una anecdóta con el cura de su pueblo: «Pasé de ser puta a santa cuando aprobaron la ley del aborto, me ponía como ejemplo de que no había abortado». Lo que no esperaba el sacerdote es que ella respondiera que «defiendo el aborto libre y gratuito. La decisión es nuestra».