Diario de León

Billetes sin destino

La próxima estación todavía no es esperanza

La disminución de personas en la calle, forzada por la mayor presión de Policía y Ejército, y la reducción de los viajeros del autobús y el tren, con servicios mínimos, aventura una bajada de contagios en León aún lejana

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La vida se rebela. Se llama José: es padre de tres hijos, abuelo de cuatro nietos y bisabuelo de dos biznietos; libró la Guerra Civil con 15 años, «sin pegar un tiro», como «voluntario para recoger por las noches las cosechas que habían quedado abandonadas en la frontera del Frente Norte; trabajó en la construcción; salió de la mina vivo tras un accidente con un vagón; siguió en la Hullera Vasco Leonesa pero ya fuera del pozo; alcanzó la jubilación con 49 años de servicios prestados; y acumula 14 operaciones, la última de corazón para que le pusieran «un hierro de esos», a la que se sumará otra de próstata, pero «con todo este lío» no le han llamado. Hoy, San José, Día del Padre, con 97 primaveras en el pasaporte vital, agarra fuerte la correa que le ata a la perrina a la que saca a pasear por Papalaguinda a media mañana. «Llevo mucho vivido como para tener miedo», porfía.

Pero sólo sale este rato al día y apenas unos metros. Vive al lado, en una de las perpendiculares a la avenida de la Facultad. Por la tarde, a la perrina, que compensa el caminar al otro lado de la cayada, «la saca la chica» que va a ayudarle a casa. Allí se queda el resto del día, promete. Más hoy, que le va a llamar la prole para felicitarle. «Todos los años les invito a comer, pero este año no puede ser», explica, con la sonrisa amplia, antes de continuar.

En parrilla

Las estaciones ofertan apenas un 20% de sus viajes y hay circulaciones que llegan sin viajeros

A su espalda quedan, bajo las pérgolas del jardín de Papalaguinda, dos transeúntes que se alternan las caladas a un cigarro de liar. La sombra que amparan los árboles emboca en la pasarela sin nadie que cruce el río hacia la estación de autobuses. El vestíbulo está vacío, sin otro bullicio que el que arman el trío de pardales que corretea por la galería superior. No hay nadie en información, ni en los mostradores. Fuera, con apenas media docena de autobuses en las dársenas, hacen tiempo hasta la salida del coche de línea que va para La Robla Elena Ibán y Josefina del Castillo. Están sentadas en uno de los bancos, una a cada extremo. Bajaron en el de las 07.20 para trabajar «en la limpieza». El lunes venían seis, pero hoy apenas iban tres asientos ocupados. «La gente tiene mucha paranoia», apunta una de ellas. «Y psicosis», abunda la otra, que mantienen que «se tiene que tener precaución, pero no se puede llegar al límite de no vivir».

La estación mantiene poco más de «un 20% de los tránsitos habituales», como estima Mauricio González, encargado de la oficina de Alsa. En los autobuses viajan «de media 5 ó 6 personas en los que más, que son los interurbanos», aunque se dan casos de algunos con «uno o dos pasajeros e incluso vacíos, como el de La Bañeza de primera hora de la mañana», y en el que un día normal se suben «entre 30 y 40 personas». «Yo salí de Villafranca sin nadie y cogí seis en Astorga», afina Alfonso Núñez, recién bajado del vehículo.

El vestíbulo sigue vacío, salvo por Gaspar Filpo, que se encarga de la limpieza y se queja de que la empresa no le ha dado ni guantes ni mascarillas. Los «siete u ocho indigentes habituales, que vienen desde por la mañana», se los ha llevado la Policía para el polideportivo de San Esteban. «Alguno se escapa y vuelve, pero los policías hacen un barrido tres o cuatro veces al día, piden los billetes y si no los tienen, los sacan fuera», relata el encargado de la gestión de Alsa.

La presencia de la policía y el Ejército se ha hecho mayor. La flexibilidad de los días anteriores se acabó. Salvo excepciones muy contadas, no se ve a dos personas en el mismo coche, aunque «a los que más se ve por la calle es a los más vulnerables: los mayores», como recalca Luis Canal. «El otro día fuimos a un servicio a Eras y por Condesa se les veía sentados en los bancos, en esa zona de arboleda que queda como más escondida», reseña, mientras uno de sus compañeros entrena escaleras arriba y abajo. Lleva 56 pisos. Desde lo alto de la torre del parque de Bomberos no se ve ningún tren en los andenes de la estación.

El tercero de la mañana anuncia su llegada por megafonía. El AVE a Madrid de las 07.20 salió con media docena de personas, cuando suele transportar más de 100 y lunes hasta 300 personas», apunta Maribel Febrero, jefa de circulación. «Y no vinieron todos, faltarían dos o tres», apostilla el guardia de seguridad. Mañana sólo quedará él fuera y los de las taquillas porque se asumen las competencias desde el puesto de mando, ubicado en el edificio de enfrente de la estación. El Alvia de Vigo con destino a Barcelona desembarca a poco más de cuatro personas, además de los maquinistas y personal de circulación. Hay más ferroviarios que pasajeros. «Estoy de paso», comenta uno de los que llega, sin dar más señas. En el vestíbulo, Ruth Castro y Mari Reyero, madre e hija, esperan al convoy de las 13.30 horas para volver a Móstoles. Vinieron «hace 20 días a ver a la familia» y, ahora, retornan porque no saben «cuánto va a durar». «Miedo no, pero nervios sí tenemos», admiten.

Al otro lado del río, a espaldas de la estatua de Guzmán, que se ha quedado casi sin nadie a quien mostrar el camino de las estaciones, las puertas de Mundo Dulce están abiertas. Janeth Zapata y Verónica Tostón atienden a los pocos que entran. «El pan es el que nos salva», reconocen. Pero hoy también han entrado «algunas chicas de las oficinas de alrededor a comprar un detalle para sus padres: chocolates con mensaje, jarras con gominolas… Y una se ha llevado una taza de esas», señalan. Junto al asa se puede leer: «Papá, eres nuestro influencer favorito del mundo». José Llamas se merece una.

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