Normas de convivencia
Como el perro y el gato
Los controles policiales para que el paseo de los canes se haga cerca de los domicilios de los dueños reduce su movimiento en las calles, pero no evita los encontronazos con vecinos que les gritan desde las ventanas
En la ventana del tercero se agita la cortina. No se ve a nadie, pero se escucha una voz nítida en medio del silencio que puebla la calle San Fructuoso. «¡Vete para casa!», gritan sin cara a la chica que cruza de una acera a otra con el gorro calado hasta las cejas, la boca y la nariz ocultas tras mascarilla y la bufanda hecha un nudo sobre la garganta. Ni siquiera mira para arriba Aloa Fueyo, mientras se deja arrastrar como si fuera una auriga por los dos perros que la acompañan. «Por las mañanas me da miedo porque hay mucha más gente y me cuesta esquivarla», concede, azorada por seguir adelante porque no quiere entretenerse. «Sólo estoy hasta que hacen sus necesidades estos y hoy ni siquiera porque el pequeño, que se llama Pipo, no ha acabado, pero ya me voy», explica con prisa, antes de que pueda tronar un chillido más a sus espaldas.
La tensión, mayor o menor según las zonas, marca la relación en una ciudad donde hay censados de manera oficial 15.365 perros, casi el triple que niños menores de 12 años. Sin mucho más movimiento en las calles, el foco les da protagonismo a pesar de que la policía constata que «ahora ya respetan más» la norma, que marca que deben ir»a la zona de esparcimiento inmediatamente más cercana, no juntarse con otros y llevarlos por la correa». «No se puede pasear, sino que se tienen que limitar a que hacen sus necesidades y para casa», señalan desde el cuerpo municipal, que sobre todo en la primera semana puso «muchas multas». Una de ellas se firmó nombre de una mujer con tres animales que insistía en que «tenía que llevarlos a donde siempre, un kilómetro y medio más allá de su casa, porque era donde estaban acostumbrados», relatan los agentes.
Sonia García, con su perra Sira en el entorno de la estación de Feve. MARCIANO PÉREZ
Pero «el descontrol» de los primeros días, en los que había caniches que de tanto ejercicio habían desarrollado la musculatura de un pitbull en la patas delanteras, se ha atenuado. No evita para que «se pongan un poco porculeros los de los balcones», como reseña Licinea Castellanos, quien lleva «varios insultos a las espaldas». «Me gritaron que me fuera para mi casa porque estoy matando gente y soy una irresponsable», relata con la correa tensa para que Asta no se le desmande. La joven, a quien no le está «costando mucho» la cuarentena porque es «muy casera», cumple lo establecido, pero admite que en la zona de San Mamés «se habla» de que incluso hay quien «alquilaba hembras preñadas o que acababan de parir» para que se pasearan; una ilegalidad que la policía niega que se haya denunciado o tenga constancia de que exista.
Sí han tenido que acudir los agentes al parque que hay al fondo de la calle 19 de octubre. En la zona de juegos, justo al otro lado de la antigua pasarela de Feve, «a última hora de la tarde y por la noche se juntaban grupos de gente», como apunta Ángel Rodríguez, quien aclara que «la mayoría de la gente cumple». Entre los formales se apunta Paula Moreno, a la que arrastra Lola porque llega apurada a la zona verde de la explanada frente al Auditorio. Sale «dos o tres veces al día, pero no más de 15 minutos y aquí al lado». Antes se daba un paseo de «una hora hasta el puente de Los Leones». «Nos juntábamos con los que venían desde la plaza de toros y por ahí, pero ahora ya no. Noto a los perros que les apetece jugar y no pueden», señala sin perder atención a la bulldog, que la mira como si entendiera, mientras acaba con lo suyo. Su dueña lo recoge y se aleja; un comportamiento que los barrenderos avisan que se ha descuido un poco en algunas zonas.
Aloa Fueyo, cerca de Nocedo. MARCIANO PÉREZ
Asomado a la terraza del río, en el entorno del tanatorio, Diego Paradera espera a que Baloo termine. El perro, mezcla de teckel y cocker, remolonea un poco y su dueño admite que le sirve «para liberar un poco», aunque no me alejarse, detalla, con un gesto de la mano para enmarcar que vive al lado. «Hay gente que los saca horas y horas, pero yo, no. Por mí lo sacaría más tiempo pero no se puede», reconoce. Está prohibido también ir en parejas, aunque Daniel y Nerea, que se apoyan en la barandilla debajo de la pasarela que cruza hacia Pinilla, se aprestan a aclarar que viven «en la misma casa». «Soy la primera que mira con desconfianza a los que nos cruzamos», apostilla para descartar que se formen grupos como los que había antes de que se decretara la cuarentena.
Frente a los que aumentan la frecuencia de las salidas, Víctor Núñez contrapone que ahora les saca «dos veces cuando antes lo hacía cuatro porque son perros que necesitan mucha actividad». Siva y Pánzer, una bóxer de su hija, y el pastor alemán suyo, enredan las cadenas entre juegos en una zona verde de La Palomera, sin dar casi respiro a su dueño para que asiente que «quien tiene un perro tiene que sacarlo, eso está claro». «Yo veo que la gente cumple bastante», estima. Aunque siempre hay quien tira de ironía para rebatir el análisis, como Orlando Redondo, que mira hacia el fondo de Papalaguinda para advertir de que «está vacío salvo por los perros». «Tienen cara de estar hechos polvo. Los pasean demasiado. Siempre van tirando porque quieren salir y ahora caminan al lado», bromea.
Paula Moreno saca a Lola cerca de San Marcos. RAMIRO
La bajada se ha notado de manera considerable en zonas de mucha afluencia, como en el corredor de Feve, donde los agentes tuvieron que aplicarse la semana pasada para cortar el tráfico de paseantes de perros que había tomado el relevo a los trenes de vía estrecha. Ahora, quien manda en el sector, convertido en un escollera a la espera de que comience la urbanización, son los gatos. Sin rival, campan por entre la maleza y se exponen al sol. Se nota que «hay menos gente y más control», como apunta Sonia García, quien insiste en que se ve que «los perros necesitan correr». A su lado, Sira hace la estatua, pese al felino que mura escondido entre unas placas apenas a tres pasos de ella. «No les hace ni caso porque vive con un gato», revela su dueña.