En la calle
«Vamos a tardar en abrazarnos»
Los ciudadanos atisban la pendiente en caída de los contagios en León, pero advierten de que las consecuencias se prolongarán todavía después de que acabe el confinamiento
El último de la fila tiene 77 años, vive solo y viene desde su casa, en la calle Juan XXIII, donde el Ejido se convierte en Reino de León, «en bicicleta». La bicicleta son las dos muletas que golpea una contra la otra Pablo Fernández, antes de hacer una demostración de cómo los dos remos hacen bogar un cuerpo para que avance con los pies en raseo. Por delante de él, la cola empieza en la puerta de Mango y termina, al otro lado del paso de peatones, en el banco Santander de Ordoño II. Tiene que venir porque «han cerrado todas las demás sucursales», necesita «la pensión» y la tarjeta de crédito no la quiere «ni borracho». «Al autobús subo lo menos posible. Llevo sin salir desde que empezó esto. El ictus que tuve hace 10 años lo que pide es andar y hay que tener cojones para luchar contra él», reta con sonrisa socarrona el antiguo «viajante de hostelería». Le preceden en el turno 19 personas. El reloj marca las 10.56 horas.
Un par de puestos más allá espera José Antonio Janeiro. Acude al banco para pagar las nóminas de su gasolinera, ubicada en el alto de la carretera de Asturias. Aunque ha perdido «un 90%» con respecto a las cajas que hacía, por ahora no ha pedido el Erte y mantienen a los 6 trabajadores, rotados en turno y con «alguno en casa de vacaciones entre comillas». «Lo veo bastante mal porque lo que veo es pasar por delante todos los días las ambulancias y los coches de la funeraria para el monte San Isidro», detalla con escepticismo sobre la evolución de la crisis, aunque recuerda que su generación «fue la que levantó este país».
Mariano Duque, ayer por la mañana en el quiosco de la glorieta de Guzmán . RAMIRO
La cola del banco se ha comido a las que había en los supermercados. Con el carrito a rebosar y un paquete de 38 rollos de papel higiénico en la otra mano sale de uno de ellos, donde «la gente se empieza a relajar un poco y hay que hacer círculos para esquivar», María Álvarez. Lleva la compra suya y la de sus «jefes»: una pareja de ancianos que rozan los 90 años y a los que «los jueves» hace los recados para que «tengan para todo el fin de semana». Se la posa en la puerta y se aleja porque ha dejado de trabajar en la casa para «no correr el riesgo de pegarles algo». «Cuando pase esto volveré a trabajar todos los días», subraya desde la acera en la que la plaza de las Cortes se prolonga hacia Arquitecto Torbado, por donde se suceden gestos desconfiados y mascarillas caladas hasta el entrecejo para que no entre al virus.
No pasa tampoco de la puerta del «Sorrento», que tienen cerrado el restaurante pero no la tienda. Desde dentro, Belén Campelo advierte de que tiene prohibido a los clientes «hablar del coronavirus» porque «bastante triste están». «A veces les bailo o les cuento algún chiste», concede con actitud de animadora social, pero sin esconder que «va a ser difícil porque la gente cuando se acabe va a salir con miedo». «A ver si luego entre todos sacamos a todos adelante», propone, al tiempo que prepara un lomo y detalla que «hay quien antes se llevaba unas lonchas y ahora ha venido por un jamón». Aunque no son muchos, como recalca su jefe, Agustín Martínez. Este año ha dado por terminada ya «la temporada de producción» de embutidos en su fábrica de Villanueva de Carrizo, en vez de llegar hasta «mayo». Han tenido que «acortar un mes y medio», pero con unas ventas que apenas llegan «al 30%» de lo anterior, «si esto sigue así» ya avisa de que le va «a sobrar género». «En septiembre, espero que volvamos a producir», musita.
Pedro Rodríguez y Jesús Casares, en la vinoteca. RAMIRO
Frente a la caída generalizada, Jesús Cruz y Mariela Acosta admiten que sus ventas han subido «un pelín». La oportunidad para su comercio, «De buena tinta», en la avenida de Roma, viene prendida de la necesidad de las familias «con los deberes que les han mandado los colegios para casa» y del «teletrabajo». «Ahora, necesitan más las impresoras. Hay quien las tenía paradas desde hace un año», resuelven para explicar el aumento del negocio, especializado en tóner y con servicio de mantenimiento; todo «a domicilio, incluso, para que no tengan que salir», publicitan.
La tinta cuelga de los estantes desde los que saluda a Guzmán el emblemático quiosco de la glorieta. Es una zona de paso que ha perdido esta característica porque «no pasa casi nadie», como confirma Mariano Duque, quien traslada que sin este tipo de cliente su bolsa se nutre de «la gente del barrio» que les salva gracias «al tabaco y al periódico». «La gente que tiene la costumbre baja y si no, baja la mujer, y si no baja la mujer, bajan los hijos», desenvuelve el argumento el quiosquero, quien alaba que la gente «está siendo muy disciplinada», pero augura que «esto no pinta bien».
Palpo Fernández, ayer, de camino a la cola del banco . RAMIRO
La misma óptica aplica Jesús Casares a su visión sobre la realidad que ve pasar por delante de su vinoteca de la calle Villa Benavente, donde «los vecinos». El criterio lo comparte el cliente que acaba de entrar. Pedro Rodríguez recela de que «cada día nos digan una cosa diferente» e indica que «el problema será el día después porque será muy difícil volver a la actividad normal», dado que «va a cambiar la vida social» porque hasta ahora «hacemos la vida hacia fuera». «Vamos a tardar en abrazarnos», apostilla el propietario del comercio al despedirse.
Fuera, el movimiento en el centro de la ciudad se asemeja al existente un festivo. En Ordoño II, Pablo Fernández sale del banco y coge de nuevo «la bicicleta» para volver a casa. Ha pasado la mañana. Son las 12.29 horas.