Decesos anónimos
El desamparo de las muertes sin duelo
El cementerio se acerca al centenar de servicios durante la crisis del coronavirus, que extiende un protocolo para prohibir los funerales y dejar como todo consuelo un responso con tan sólo tres personas
La pregunta del capellán prologa al ataúd. «¿Cómo se llama?», le demanda al sepulturero, que se da la vuelta y musita un nombre, sin apellidos. Antolín Martínez Fuertes lo repite para sí una vez, con ánimo de memorizarlo, mientras vence la cabeza hacia adelante y mira al suelo a la espera de que el féretro avance subido al carrito mecánico en el que lo han depositado desde el coche fúnebre. No hay más ruido que el zureo de las palomas que se esconden en la espesura de los cipreses y el alborozo de los vencejos que esquivan la espadaña de la capilla, trancada para que nadie entre estos días. Uno de los trabajadores del cementerio cierra la puerta por dentro con un candado cuando han pasado los cuatro familiares que siguen a distancia los pasos de la caja. Son dos de los hijos con sus parejas. Nadie más. El sacerdote recibe el cuerpo y, sin apenas pausa, se da la vuelta. La comitiva avanza, gira a la izquierda y se encamina por el sendero de gravilla que conduce a uno de los patios laterales del camposanto de Puente Castro. Al fondo, en el entramado de nichos de pared, un hueco al nivel de la cuarta altura se delata en mitad de las lápidas selladas y las flores mustias que penden de los búcaros. El clérigo se coloca debajo de la tumba abierta, encara a los deudos del difunto y entona la oración con voz honda y medida. La letanía atraviesa la mascarilla, sin pausas dramáticas, ni concesiones: un responso anónimo. «Debe ser algo sentido, con espíritu de fe y rápido», sintetiza el cura para definir los fundamentos que guían los entierros en estos tiempos: unos sepelios en los que el virus no sólo quita la vida, sino que también despoja a la muerte de la estación intermedia del duelo.
Fundamentos
La familia queda atrás, separada una pareja de la otra, con la vista clavada en el sepulturero que cierra con ladrillo fino la boca del nicho, después de colocar a los pies de la caja una estampa que le ha dado uno de los hijos y un ramillete de flores. Antolín Martínez camina por el espacio aportalado con pausa. La estola morada de este tiempo de Cuaresma se le cruza al andar porque no lleva cíngulo al que ceñirla y el hábito blanco luce un poco sobado en la parte baja por el polvo de los senderos del cementerio. Es su tercer entierro de la mañana en el camposanto de Puente Castro. Por la tarde, el padre Kalim se encargará de los dos restantes que hay apuntados en el parte de esquelas de esta jornada de Viernes de Dolores. A mayores, sin restos que inhumar, se contabilizan las nueve incineraciones diarias de media de las que da fe el humo discreto de la chimenea del crematorio, encendido desde las nueve de la mañana hasta las doce de la noche. En suma, desde que comenzó la cuarentena, se contabilizan cerca de 90 servicios, un 30% más que en la misma época del año anterior, según los datos de los responsables de Serfunle, a los que se suman otra treintena de urnas con cenizas del tanatorio de Los Jardines. «Esto es más triste de lo que os podéis imaginar», sentencia Pablo Juárez, antes de retirar el coche fúnebre de la puerta del cementerio para ir a recoger el próximo ataúd, que tiene hora señalada para las cuatro y media de la tarde.
Sin ver
No hay una nube, ni viento, aunque en el cementerio siempre se tiene frío. Fuera se agrupa la familia del segundo sepelio de la mañana. «No tenga dudas», convence Aurelio Ibán al deudo que viene más rezagado y se apoyado en una cachava. El sepulturero intenta vencer las reticencias del mayor del grupo de etnia gitana que acaba de despedir a su familiar. «Querían que se les abriera la caja para asegurarse de que era él, pero eso no se puede. Hay gente que tiene dudas, pero tienen que fiarse y ya está», reseña el enterrador, quien entró en plantilla en el año 1982, pero que ya vivía desde 1966 en el camposanto junto a su familia. Su padre, Patrocinio Ibán, fue el último guarda que hubo en el edificio de la entrada, y ha visto entierros de todo tipo. «Esto es diferente, la gente está más triste porque ni ha podido hacer el duelo, ni la misa de funeral», concede al lado de la reja de la entrada del recinto.
En la casa a mano izquierda reposa el capellán. Dispone de una habitación en el segundo piso del edificio con una mesa y unas estanterías en las que se reparten libros religiosos, estampas y una estatuilla de la virgen. Sobre el escritorio, el teléfono móvil, la cartera y las llaves comparten espacio con un rosario de grandes cuentas negras. Ha vivido «cosas muy duras», como funerales con «víctimas de ETA, suicidios» y otras tragedias, y acepta «con resignación» la época de acumulación de víctimas por el coronavirus que se sucede desde mediados del pasado mes de marzo. Aunque admite que la característica que diferencia estos sepelios de los centenares que ha oficiado durante su vida eclesiástica se aprecia en «la consternación que tiene la gente por la incapacidad para poder despedirse de sus seres queridos».
Polvo y cenizas
No hay aspavientos, ni afectación alguna en el relato del sacerdote. Ni le ha llegado «norma alguna», ni la necesita, porque «la norma de sentido común» le marca que no debe acercarse a los féretros. Pero el protocolo impuesto no se ciñe tan sólo a la distancia. Antes, se recibía «el cadáver o las cenizas en la capilla por dos motivos: reunir a la familia y hacer una primera oración». Luego, «se iba en procesión hasta la sepultura, donde se hacía otra oración al principio y, cuando ya estaban inhumados» los restos, se rezaba. Acababa el acto el sacerdote «siempre con una oración por los difuntos de la familia». «Ahora, vamos directamente a la tumba y se hace allí una oración breve», marca el páter, mientras alarga desde el otro lado del escritorio las dos fórmulas del responso: «una para las cenizas y otra para el cadáver», impresas en letra de impresa sobre unas cuartillas rectangulares y plastificadas para permitir su manejo habitual, aunque ya melladas en las esquinas. «Su alma y las almas de todos los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén», coinciden los dos modelos para cerrar la intervención.
El responso se limita a los márgenes que caben en esas cuartillas. No necesita salir a asperjar el féretro con el agua bendita del hisopo porque «las tumbas ya están bendecidas», no como «en los cementerios de los pueblos». El contacto se restringe todavía más ahora, cuando «vienen dos o tres familiares», lo que hace que «casi» ni hable con ellos. «La gente no está para escuchar», resuelve el sacerdote dentro de una distancia en la que mantiene que «nunca jamás» se le ha ocurrido «mirar dentro de un sepulcro». «No hay más que una bóveda», desvela el sacerdote antes de levantarse para bajar las escaleras, en cuyo descansillo hay un espejo de cuerpo completo con una leyenda en su parte superior que advierte a los trabajadores de que su aspecto es la tarjeta de presentación ante quienes acuden al cementerio.
Dureza
Abajo esperan los tres sepultureros que se encargarán de transportar el ataúd hasta el nicho. Llevan el equipo de protección individual, un mono blanco que les cubre la indumentaria, los guantes y la mascarilla. Las medidas de seguridad, en los casos de coronavirus, se completan con una bolsa estanca que imposibilita la emisión de gases del cadáver. El protocolo marca que deben ser tres personas como máximo. Han llegado cuatro hasta la puerta, repartidos en dos vehículos. Los trabajadores se encogen de hombros. «¿Cómo les vamos a decir que no?», se excusan. Antolín Martínez pasa por delante del vehículo con el portón trasero abierto. Las familias acogen el amparo del responso «con paciencia y conformismo», describe el sacerdote, natural de Paradilla de la Sobarriba, uno de los pueblos que atiende junto al resto de las parroquias de la comarca. «He estado en otros sitios, como Galicia, donde la gente grita en los entierros y hay quien hasta quiere meterse en la tumba. Aquí, no. En esta tierra el dolor lo llevamos por dentro. Somos duros y no lo expresamos como deberíamos», subraya el capellán del cementerio antes de que el vehículo se despida.
Estrella Gutiérrez lo ve pasar por delante de su casa, en la avenida San Froilán, la vía que conduce hasta la puerta del recinto. «Estos días no hay vez que me asome y no coincida. Van vacíos. No llevan flores, ni coches de familiares. Da una impresión... Impacta verlos así: solos», refiere desde fuera. Dentro, el capellán se coloca en su sitio: a veinte pasos de la puerta, con la cuartilla del responso en la mano, a la espera del otro nombre.