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Sin rastro del virus

Donde el confinamiento ejemplar se llama Cabrera

Las respuesta coordinada desde el centro de salud de zona, que se adelantó una semana a las medidas de la cuarentena, convierte a Truchas en la referencia con sólo 3 casos y 17 días sin positivos

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León

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Cuando en Madrid cerraron los colegios, en La Cabrera, a 363 kilómetros del núcleo en el que se toman las decisiones, a casi cuatro horas de viaje por carreteras que empiezan en seis carriles y terminan en un arcén que da espacio para una rueda a cada lado de la raya discontinua, ya llevaban una semana en cuarentena. La semana de ventaja la ganaron los nueve profesionales del centro de salud de Truchas, que arracima en el área funcional sanitaria a trece consultorios y veintinueve pueblos del ayuntamiento de cabecera y los de Encinedo y Castrillo de Cabrera. Puerta por puerta, las enfermeras y los médicos alertaron a los vecinos, «sobre todo a los más mayores y a los que tienen patologías», de que «no salieran a saludar a los que venían de fuera». No lo hicieron, ni tampoco se acercaron al ambulatorio «a nada» porque ya iban los sanitarios «si lo necesitaban». «Fueron muy buenines. Nos vieron serios, que será la primera vez que nos ven así, y pensaron que esta vez había que hacernos caso», bromea Mercedes Fernández, la responsable de enfermería. La receta, ocho semanas después de que se decretara el estado de alarma, deja tan sólo «tres casos detectados», el último de ellos «el 13 de abril», y convierte al territorio cabreirés, tan alejado siempre de las referencias de progreso por el abandono institucional, en el único enclave de la provincia, junto a Matallana de Torío, marcado como espacio ejemplar para avanzar en la salida del confinamiento.

Piedy Marcos Oteruelo, en su casa de Pozos. JESÚS F. SALVADORES

El rastro del virus en el municipio de Truchas lo dejó atrás hace tres días Tirso Barrios. Le han dicho los médicos que «ha vuelto a nacer». Es curioso que le haya dado la vida su hija. María Antonia se mantuvo 17 días confinada en la habitación del hospital, sin salir ni siquiera al pasillo, después de convencer a los médicos de que su padre «podía morirse por el coronavirus, pero no porque estuviera solo, desorientado, se quitase la mascarilla y faltara alguien allí para ponérsela». Tuvo que firmar un papel en el que certificaba que se atenía «al posible contagio». «Lo más duro con el paso de los días es darte cuenta de que es imposible que no te contagies, pero no lo he hecho», confiesa a la puerta de casa, con «el resultado negativo» del test que se hizo previo pago en La Regla, donde estuvieron los últimos días del tratamiento. «Cómo no iba a hacerlo, si es mi padre», resume, sin que haga falta más argumento, antes de detallar el «trato excepcional de todo el personal sanitario» que les atendió.

 Tirso Barrio y Mercedes Fernández. JESÚS F. SALVADORES

A dos metros de la verja, Tirso asiente. Había venido de Madrid «la semana anterior al confinamiento». Nadie más de la familia, ni los que quedaron allí ni los que vinieron, han tenido síntomas y su hija cree que «lo pudo coger en La Bañeza, cuando pararon a repostar». Ella, que trabaja con «proveedores en China» y veía «lo que había», fue quien les animó a adelantar este año el retorno al pueblo. Pero el virus le pilló. El día 2 de abril ingresó, pasó unos primeros días con un compañero de habitación y de pronto se encontró solo. «Eso, quedarme allí solo, fue peor», reconoce. Eso queda atrás. Hoy, come lentejas. Se las acaba de traer en un tupper su amigo Ramón Sastre, que le llama «fiera» y le anima porque tienen que «ir a Truchillas». «Ha vuelto a nacer», repite su hija, quien le ha dado esta segunda vida.

VESTIDA DE ASTRONAUTA

Sus pasos se pierden detrás de Mercedes Fernández, que entra en la casa. La enfermera viene a pie desde el consultorio, apenas a 50 metros, «vestida de astronauta». Lleva en el centro de salud cinco años y defiende que «para trabajar, si te gusta de lo tuyo, aquí es donde mejor se puede trabajar». «En la ciudad, no hay tiempo para atender a los pacientes como se debe», sentencia. Como se debe, según su ejemplo, es con la asistencia a casa directa para sacar sangre o regular el sintrom, con paradas en Baíllo o Corporales para ver qué tal está alguno cuando, Morredero arriba, vuelve a su hogar después del horario laboral: el contacto estrecho que les ha convertido en el testimonio de autoridad al que han hecho caso los vecinos en el confinamiento, más allá del bombardeo mediático de los políticos. Aunque ella prefiere atribuir el mérito a que «la gente aquí tiene mucho sentido de comunidad». Suena el teléfono. Lo coge Virginia Diez, la administrativa, quien llegó «en enero» y está «encantada». Alguien informa de que «ha salido del quirófano y todo bien». La enfermera sonríe como si le hubieran dado la noticia de un familiar. «Nos traen de todo. No es que les cuidamos nosotros es que ellos también nos cuidan. La gente es muy consciente ahora de que esto es calidad de vida. Si de esta no se enteran de que en la España vacía es en la que hay oportunidades, ya no sé cuándo van a enterarse», despacha antes de enfundarse el mono, ponerse la careta de protección y abrir la puerta para atender el aviso.

Sofía Cañal y Marian Losada reparten protecciones. JESÚS F, SALVADORES

Quien se dio cuenta hace 14 años de que había oportunidades en Truchas fue Isabel García Acedo. La farmacéutica, que vino con su familia de Madrid sin que le uniera ninguna raíz con la zona, forma parte indispensable del tejido social. «Desde el 9 de marzo, aquí estoy al pie del cañón sin descansos y sin nada», concede con una sonrisa, mientras apunta con el dedo hacia arriba para mostrar que su vivienda queda encima de la botica. Pese a que «ahora apenas hay la mitad de los 10 ó 15 clientes que había antes», su papel ha complementado a la labor del centro médico para asistir a los vecinos. Los sanitarios «facilitan todo por teléfono» a los pacientes, le llevan «las recetas directamente», porque apenas les separan media docena de pasos, y luego «sólo tienen que pasar a recogerlo». «En algunos casos de gente mayor o con patologías que no podía he sido yo quien se lo ha llevado a casa», relata como parte de un funcionamiento que considera básico para los resultados obtenidos.

La jefa de enfermeras, Mercedes Fernández, una de las claves de que allí no haya apenas positivos. JESÚS F. SALVADORES

LA ESPAÑA VACÍA, EL PARAÍSO

El sistema se embrida además en un territorio en el que, esta vez, «los inconvenientes» les han «beneficiado»». «Es una población pequeñita que desde el principio se concienció y se quedó en casa. Ha sido un trabajo coordinado y hemos remado todos en la misma dirección; eso tiene que haber ayudado. Hemos intentado dar lo mejor de nosotros para tirar para adelante», resume detrás de la mampara que ha improvisado su marido con cuatro tablillas pintadas con espray plateado, un plástico impermeable y dos alcayatas que la unen mediante un par de cuerdinas al fosforescente con el que se ilumina el mostrador. No piensa marcharse. «Hay que fomentar oportunidades para que la gente elija», reclama, sin evitar el desahogo de suspirar cuando se para a pensar «ver cómo salimos».

Entre el centro médico y la farmacia queda el «bar tienda La Bodega», como avisa el cartel. No funciona el bar, pero sí la tienda. El alféizar de la ventana hace de mostrador desde el que Susana Fernández atiende a «la media docena» de vecinos que se acercan a hacer acopio de «productos de limpieza, congelados y de primera necesidad». «Esto es un poco la tienda de los olvidos», describe con sagacidad. No pierde el criterio para sentenciar cuál piensa que es la clave de la baja tasa de contagios del virus. «Pues qué va ser: que somos cuatro, que seguimos las normas y poquito más», despacha.

Benjamín Martínez. JESÚS F. SALVADORES

A la ventana se acercan Marina Losada y Sofía Cañal. La administrativa y la secretaria del Ayuntamiento, respectivamente, traen en las manos la caja con las mascarillas y los geles que han repartido entre los vecinos del municipio. Ya se trata de la segunda ronda de un reparto que ha convertido el salón de plenos en un almacén y que ha implicado a los pedáneos de cada uno de los trece pueblos para que llegaran a cada casa. Todos «a una» se han implicado en un plan en el que «lo más importante ha sido la labor del centro de salud», como reconoce el alcalde, Francisco Simón. La ronda «puerta por puerta para dar las instrucciones de lo que tenían que hacer, sobre todo los mayores», la secundó la administración municipal después de alarmarse por que «venía gente a la segunda residencia, sobre todo de Madrid». En un bando se conminó a los vecinos que no residen habitualmente a que permanecieran «en sus domicilios durante 15 días desde su llegada», a la vez que instaban a los habituales a que «se abstengan de mantener contacto físico entre ellos puesto que toda previsión es insuficiente». «No había nadie por las calles. Aunque pudieran estar sentados en la puerta de su casa no estaban», apunta el regidor. Ni siquiera para el entierro del pedáneo de Truchas, José María Calvete, que llevaba 20 años en el cargo y cuya muerte no tuvo nada que ver con el virus, hubo apenas movimiento. Alguno, medio escondido, subió al monte desde el que se ve el cementerio para despedirle, pero sin contacto ninguno.

Cartel a la entrada. JESÚS F. SALVADORES

El regidor insiste en que «la gente ha sido responsable» y, al rebufo del comportamiento de estas zonas rurales, lanza que «puede haber una oportunidad después de esto para esta España vaciada». «Te llamaban de Madrid y te decían: pero qué aburrido estar allí todo el año; ahora nos dicen que esto es vida. Ahora, somos unos privilegiados y antes éramos los raros», resume Sofía Cañal, secretaria municipal a sus 29 años, natural del pueblo y convencida de que quiere quedarse «en Truchas de lo que sea».

HACIA POZOS

No es de aquí Leticia San Emeterio, pero ya está asimilada. En el asiento del copiloto de su Peugeot 206 lleva la correspondencia que reparte desde las siete y media de la mañana hasta las cuatro de tarde por toda esta zona de La Cabrera. En estas semanas han aumentado las cartas. No sólo «las de los bancos y esas cosas», sino también las escritas a mano, las que traen noticias de amigos y familiares. «Se nota que están en casa los probes esperando a que les lleguen», señala, con un leve deje asturiano tamizado ya por el acento cabreirés. Su vehículo pasa por delante de la gasolinera de Benjamín Martínez. Estos días, «salvo la Guardia Civil y los forestales, ni llega a media docena de servicios». «Somos cuatro, joder, pero la gente tomó medidas. Hemos hecho lo que nos han aconsejado y lo hemos cumplido. Hay que respetar las normas, que son para todo el mundo», incide, con el Sagrado Corazón encumbrado en el castillo del conde de Peña Ramiro, a su espalda, sobre el otero que da linde a Valdavido.

Isabel García Acedo, farmacéutica de Truchas. JESÚS F. SALVADORES

Por donde pone la vista la estatua se llega a Pozos. Las calles, modeladas por casas de piedra cobriza y corredores cabreireses, se retrepan unas sobre otras. En lo más alto vive Piedy Marcos Oteruelo. Llegó «hace dos meses ya desde León» porque se lo recomendaron sus hijos. Su hija, que vive en Singapur, cuando vino en Navidad ya le insistió en que «había casos y allí» y que lo mejor era que fueran para el pueblo. «Somos 30 vecinos, pero la verdad es que ni nos vemos. Nos hablamos por la ventana», concede.

El vecino atiende a la conversación desde la puerta de su casa. El vecino es Avelino Fernández Caballero. El cabreirés mira con recelo a los visitantes desde su refugio. «¿Cerraríais la puerta abajo, no?», pregunta, y se echa a reír.