Diario de León
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Ponferrada

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Antes, mucho antes de vivir encerrado las veinticuatro horas en este piso desde donde les escribo, pegado al teléfono móvil, me olvidé en un par de ocasiones del lugar donde había dejado el viejo Nokia que utilizaba por entonces. Les estoy hablando, claro, de la era anterior a los  smartphones , los teléfonos inteligentes que nos conectan con el mundo en estos días de confinamiento. Recuerdo que una vez me pasé un buen rato en busca del dichoso aparato -tenía descargada la batería del inalámbrico y no podía llamarme- y estuve a punto de volverme loco después de remover todo el piso sin dar con él. La experiencia me resultó tan inquietante que incluso escribí un cuento, ‘La luz que no se apaga nunca’, que me ayudó a conocerme un poco más a mí mismo y que, convertido en monólogo teatral, tuve el atrevimiento de interpretar hace unos años en el Festival Celsius de Literatura Fantástico en Avilés como forma de catarsis. Y ahora que tenemos tiempo, les cuento por qué. Y lo que de verdad ocurrió en el sótano del edificio donde estoy confinado.

Aquel día busqué el teléfono perdido por los lugares de la casa donde suelo dejar las cosas cuando vuelvo de la compra y, despistado, me pongo a colocar las conservas en el armario, el pescado en el congelador y los huevos frescos en la nevera. Miré en la cocina, y casi la puse patas arriba. Busqué en el salón y en el baño. También en la habitación donde duermo. Y no di con él.

Al principio no me puse muy nervioso. Esperaban una llamada importante aquel día. Una llamada que luego no fue para tanto. Y pensé que, si la batería del Nokia no fallaba, lo oiría sonar. Pero no lo hizo.

Así que pasados unos minutos, con el inalámbrico cargado, me llamé a mí mismo. Y no se oyó nada tampoco.

Volví a revisar toda la casa. Creo que hasta miré debajo de la cama, por sí se me hubiera caído al suelo (¿les he dicho ya que soy muy despistado?). Y ahí me di cuenta de qué es lo que le podía haber ocurrido al móvil. Me lo había dejado en el coche.

Salí al pasillo y llamé al ascensor. No parecía que hubiera ningún vecino en todo el edificio. Como ahora.

Las puertas se abrieron con pereza, le di al botón y bajé al sótano. El garaje estaba lleno de coches aparcados. Coches silenciosos que parecían observarme. Y allí seguía mi turismo, estacionado bajo el letrero luminoso que marca la salida del subterráneo. La luz que no se apaga nunca.

Y entonces sonó. El bendito móvil, con la melodía de una canción de U2.  I still haven’t found what I looking for  (‘Todavía no he encontrado lo que estoy buscando’ es la traducción, tiene gracia). Pero había algo diferente en el tono del Nokia. Algo diferente en la melodía de U2. Y no me gustó.

Cuando abrí la puerta del coche, en efecto, el teléfono sonaba debajo de la alfombrilla. Vibraba bajo la superficie de goma, impaciente. Cógeme, parecía decirme. Cógeme de una vez. Y el tono impertinente se extendió por todo el aparcamiento, como una invocación.

-¿Quién es?, pregunté.

-¿Quién es?, me respondió el eco de mi voz, al otro lado del inalámbrico.

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