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ucedo

Ponferrada

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Mi madre me contó esta historia hace unos días, en uno de esos ‘filandones’ telefónicos que tenemos -ella habla, yo pregunto- cuando se ha hecho de noche, me desconecto del teletrabajo, ceno un poco y antes de llamarla dedico un par de minutos a observar la ciudad aparentemente vacía al otro lado de la ventana, iluminada por la luz artificial del alumbrado.

Ocurrió en Ucedo, en la linde de La Cepeda con el Bierzo, en mitad del puerto de Manzanal. Y aunque les he dicho que es un relato, en realidad son tres historias unidas por el hilo común de las tormentas.

Tres rayos cayeron en Ucedo, que recuerde mi madre, en los años tan duros de la posguerra. El primero cuando ella solo era una niña de nueve o diez años y volvía a casa desde unos prados alejados del pueblo con una yunta de dos vacas y un arado sobre el lomo de los animales. Todavía no sé cómo se las apañó la pobre para izarlo ella sola.

Anochecía. Decir que el cielo estaba oscuro como la boca de un lobo sería caer en un lugar común. Pero ahora no se me ocurre una expresión mejor para que se hagan una idea de la impresión que le causaron los relámpagos a mi madre aquella tarde. No llovía. Y la yunta de vacas se adentraba en el pueblo cuando un rayo golpeó la espadaña de la iglesia y descabezó el campanario. La veleta salió volando del latigazo y las dos vacas se asustaron tanto que a punto estuvieron de caer hacia un sembrado con el arado a cuestas. Nadie volvió a colocar aquella veleta despendolada en la torre de la iglesia.

El segundo rayo reventó un árbol pocos años después y fulminó a un rebaño de ovejas. El ‘rapaz’ que las pastoreaba, me cuenta mi madre, se salvó porque tuvo la ocurrencia de salir del cobijo de las ramas para reagrupar a un puñado de lanudas más díscolas que se habían desperdigado bajo la lluvia.

Mi madre ya había emigrado a Francia cuando el tercer rayo cayó en Ucedo. Mi abuelo le contó por carta cómo volvían de segar centeno, bien entrado el verano, y una tormenta eléctrica les sorprendió camino del pueblo. Otra vez el cielo oscuro, como el día del campanario. De nuevo el firmamento agrietado por hilos de luz caprichosos. Hasta que un latigazo traidor se llevó por delante a una mujer que caminaba por un sendero hacia mi abuelo, hocín en mano.

Hoy he buscado esa última historia en la hemeroteca del periódico. Y en la edición del 25 de julio de 1966 leo estas líneas, apenas un párrafo en una página de sucesos: «En el pueblo de Ucedo, demarcación de Brañuelas, se registró una tormenta, de la que se desprendió un rayo que alcanzó a la vecina de dicha localidad, María de la Concepción Posada Martínez, de 50 años, que resultó muerta en el acto».

Lo que no cuenta el periódico es que aquella mujer, a sus 50 años, estaba otra vez embarazada. Y mi abuelo Ramón Calvo, sin duda horrorizado por lo que había visto, cargó aquel día con el cadáver de Concepción y lo llevó hasta la puerta de su casa, donde en ausencia de su marido lo recibieron cinco de sus seis hijos. Y les juro que un escalofrío, una leve descarga de emoción, me recorre la espalda mientras les escribo esto.