Con la mente en Dios
Lecciones de clausura para el confinamiento
Las monjas concepcionistas esquivan el virus, pero dependen del Banco de Alimentos para su sustento después de que la ausencia de misas frenara la fabricación de las formas sagradas con la que obtienen sus ingresos
La pintura de la puerta funde en mate por el sol. El marrón original atardece en las hojas que cierran el arco, rematado sobre el dintel, con las figuras de dos leones labrados en piedra sobre las que apea la portada. Encastrado en la madera hay un portero automático y, encima, dos carteles de plástico con el horario de visitas y el emblema de la congregación. Junto a los tres elementos, ajenos al conjunto del siglo XIV, se aprecian dos trazos descorridos con un tono más intenso: uno sobre la moldura y otro en perpendicular a la misma. De lejos parecen el descuido de un brochazo de barniz o una mancha. De cerca, delatan la iconografía de la cruz: la marca con óleos sagrados que las monjas de clausura concepcionistas hicieron el día de San José. Creen que les ha protegido del coronavirus. «Eso, y beber el agua de una jarra en la que metemos una medalla de plata de la Virgen milagrosa. Será más de una cosa. Un poco todo. También la buena alimentación y la higiene», admite Sor Mari Nury, la abadesa, mientras el portón se activa con el ruido metálico de la cadena que tira desde dentro. En el recibidor del convento no hay nadie. «El virus aquí no está», anuncia.
La sentencia no se sustenta en la fe. La afirmación se apoya en «la prueba de la gotita de sangre» que les hicieron a las siete monjas supervivientes en el cenobio que hace de portada a la plazoleta en la que desembocan La Rúa, San Francisco, Fernández Cadórniga y Herreros. Todas dieron negativo en los test que les hicieron después de que al menos dos de las monjas de clausura de la orden de las Clarisas Descalzas, residentes en el convento de la calle Cardenal Landázuri, al lado de la Catedral, se hubieran contagiado a principios de abril.
Sor Felicia, sor Piedad y Sor Inmaculada, ayer a la entrada. RAMIRO
Lo que la celosía de las Clarisas no contuvo lo frenó el torno de las Concepcionistas. La abadesa insiste en que le puso en alerta «hace un año» un vídeo que vio «en un canal de Youtube». «Alguien de Méjico decía que venía algo muy malo para la tierra, que se bendijeran con agua bendita y óleos las puertas como si fuera la sangre de Cristo para proteger las casas. En ese momento, yo lo hice en todas las puertas. Luego, el día de San José, cuando ya estaba todo, marqué una cruz con aceite en la entrada», describe la monja, con el hábito blanco inmaculado, la toca negra y la capa azul celeste terciada sobre los hombros. «Yo ya sabía que esto venía y por eso le dije al capellán que dejara varios copones consagrados con las formas», desvela para explicar cómo comulgan cada mañana, «de siete a siete y veinte», después de rezar los laudos, y antes de continuar con el «oficio de lectura y la tercia hasta las nueve». La abadesa sale del coro, abre las puertas «con el codo para no tocar nada», se desinfecta las manos y da la comunión, una a una, al resto de las hermanas.
No ha vuelto el capellán. Ni lo hará por ahora. No quieren las hermanas concepcionistas porque «a los curas no les han hecho las pruebas» y temen que se lo puedan «pasar». «Cuando lo tengan hecho se vienen con tranquilidad», avanza la abadesa con el deje dulce colombiano de su Antioquia natal. Sin sacerdotes, se arreglan con «la misa que echan en 13 TV a las once de la mañana». No tienen problema para escucharla. Pueden pasar. Su preocupación es otra. Sin la celebración de las homilías con feligreses hasta esta semana, se les ha cortado la única vía de ingresos que entra en el convento, más allá de las pensiones que cobran las más veteranas: la venta de las sagradas formas que fabrican en el cenobio de manera histórica y que comercializan a través de «la cooperativa del Clero». «Ya antes, pero ahora más. Después de dos meses de parón, el Banco de Alimentos es el que nos sostiene. Han querido darnos más, pero ya les hemos dicho que sólo somos siete y nos apañamos», admite la superiora, pasillo adelante, con el resto de hermanas alineadas camino de la huerta para hacer labor.
LA PALABRA DE DIOS
Fuera, al otro lado de la calle, apenas un centenar de pasos más allá, en la iglesia de Santa María del Camino, donde la Morenica luce como reina del Mercado, vuelve a haber pobres a la puerta. El padre Fláker retoma las misas ordinarias a las once y media los días de diario. Hoy ha habido «27 personas, todas bien separadas, dos por banco, una en cada extremo», como detallan Ángel Higuera y Angelines Miguélez. El matrimonio sale de la homilía en la parroquia, que está «con todo en orden, muy cuidada, limpísima, preciosa e higienizada con ozono». «La feligresía estaba eufórica. Hemos comulgado casi todos», comunica el marido. «Ahí dentro no hay ningún virus», recalca la mujer por si había alguna duda.
Pero la entrada en la primera fase de la normalidad no hará que, por ahora, las hermanas concepcionistas retomen el trabajo. En el almacén se les acumulan las existencias que «quedaron hechas». No las llevarán todavía a la cooperativa, donde «la última vez había unas formas italianas». Aguardarán aún a que tengan demanda para poner en funcionamiento la cadena de labor que saca 75.000 unidades semanales: 70.000 pequeñas para la comunión de los feligreses y 5.000 grandes para los sacerdotes.
Las hermanas cuenta con tres huertos intramuros . RAMIRO
Las hermanas esperan que la producción aumente. Quieren crecer. Cuando pase todo y «se abran las fronteras» vendrán «otras dos hermanas colombianas» para añadirse a sus dos compatriotas y a las cinco españolas que censan residencia en la actualidad en el cenobio. La suma de manos se adelanta a la respuesta a la petición que han cursado a la fundación de Amancio Ortega. No piden dinero para arreglar el convento: un monumento histórico con grietas y necesidades acuciantes de reforma, como el artesonado mudéjar. La demanda de fondos persigue «aumentar la fábrica para poder hacer más cosas, como recortes, galletas o panderitas», desvela la abadesa, mientras camina con tiento por la huerta en la que acaban de segarles la hierba porque les iban a «comer los caracoles».
Entre el edificio y la muralla, el convento suma tres huertas a la sombra del torreón, uno de los emblema del palacio cedido por Leonor de Quiñones y Enríquez, hija del primer conde de Luna, para que se asentara el cenobio. En uno de los espacios crecen asilvestradas media docena de berzas, con un porte imponente, entre los hierbajos que darán trabajo a la segadora. «Son para los pavos que vamos a comprar, ahora que el presidente ha dicho que se pueden tener animales en casa», ironizan las hermanas. El listado de propósitos anota además para las próximas semanas la tarea de «plantas unas habas verdes y unos tomates, por si luego escasean», avisa sor Felicia, entretenida en el desarrollo que presentan «los crisantemos». Por delante, sor Inmaculada, que ingresó en el convento de clausura en 1956 y luce a sus 82 años como la más veterana, previene de que se tenga «cuidado con el gallo» que acompaña a las cuatro gallinas, que se persiguen unas a otras en la huerta ubicada más al norte.
AL REZO
Las monjas vuelven a pasar por la puerta al interior del edificio. Dentro suenan las notas de Para Elisa: el reclamo interno para llamar a la oración. Tras las dos primeras horas y media con las que abren la mañana, toca a la una de la tarde el rezo de sexta. Las monjas concepcionistas se distribuyen por la sillería del coro, una obra hermana de la que hay en la Catedral, alejadas unas de otras. Buscan no juntarse mucho tampoco el resto del día. Hace tres meses que incluso decidieron espaciar la distancia entre las habitaciones ocupadas, gracias a que son siete personas y cuentan con «más de veinte». «En la cocina, quien hace la comida se pone la mascarilla y a la mesa nos sentamos una en cada extremo del banco. Toda precaución es poca», recalca sor Mari Nury.
Sor Inmaculada lleva desde 1956 en el cenobio en clausura. RAMIRO
Desde el coro se ve abajo la iglesia, a la que se asoman las hermanas cuando dan misa apoyadas en el reclinatorio que hay al pie del ventanal. «Con el libro abierto», pide sor María Isabel. «Y con la mente en Dios», apostilla la abadesa para comenzar el rezo antes de ir a comer. Más tarde, a las tres y media, volverán para la nona, y a las siete de la tarde para la exposición al santísimo, el rosario, las vísperas, la oración y completas.
La clausura es esto: un confinamiento al que están «acostumbradas» y que han pasado «orando mucho por España» porque les duele «lo que le pasa a todo el mundo, pero sobre todo a España». No se oye un ruido. En todos estos días no ha gente a verlas, ni a contarles «sus penas por el torno». Es lo que más echan de menos. «El otro día, nos hizo bonito oír a los niños en la calle como hacían bulla. Es como si León resucitara del silencio tan grande que tenía», define la abadesa, antes de arrastrar la cadena para trancar la puerta por dentro y dejar la cruz por fuera.