OPINIÓN Antonio Papell CRISIS CON MARRUECOS
Perejil y otras hierbas
Marruecos no es obviamente una democracia (el dualismo, el poder ejecutivo y legislativo compartido por el rey y las instituciones electivas lo imposibilitan), pero es uno de los país más abiertos y liberales del mundo árabe e islámico, por lo que disfruta del aprecio preferente de la potencia hegemónica que, con Bush en el poder, está dispuesta a aceptar la soberanía marroquí sobre el Sahara (la otra opción, un Sahara independiente bajo la órbita argelina es evidentemente mucho menos atractiva para Norteamérica). Y es esta ligazón antigua entre Rabat y Washington, unida a la «relación especial» entre Rabat y Paris, la que da alas a Marruecos en su contencioso con España. Un contencioso muy complejo en el que los principales argumentos son el apoyo que presta nuestro país al pueblo saharaui (no sólo oficial: también y sobre todo social, cono se vio en el reciente referéndum en doscientos municipios andaluces por la autodeterminación del Sahara), la presencia española en las plazas de soberanía (cuyo fundamento histórico es innegable pero reñido con la geografía) y los roces de vecindad, en especial el relacionado con los flujos de emigrantes marroquíes a Europa. Visiblemente, Rabat no sólo no está dispuesto a reanudar unas relaciones normales con España sino que va a ir incrementando la tensión hasta que nuestro país transija con sus demandas (con ello consigue, además, crearse un «enemigo exterior», muy útil a todas las dictaduras). La reclamación inmediata se relaciona con el Sahara, pero no es difícil entender, tras la ocupación de la isla del Perejil, que no tardará demasiado la exigencia de un plan para «descolonizar» nuestras plazas, mediante un proceso semejante al que el Reino Unido y España han iniciado con relación a Gibraltar. Son casos bien distintos, pero subjetivamente muy cercanos. Como armas utilizables en este contencioso, Rabat utilizará todas las disponibles. La sintonía con Washington, que ve en Marruecos un bastión contra el fundamentalismo (y, por ende, contra el terrorismo), será la principal. Asimismo, Marruecos tiene en rehén a varios cientos de empresarios españoles que se han instalado con cuantiosas inversiones en el país vecino, y que ven con lógica preocupación el enrarecimiento gradual de las relaciones. Y siempre podrá graduar la presión migratoria, que nos crea un creciente embarazo a medida que los flujos se vuelven inasimilables. Así las cosas, el incidente ínfimo y ridículo en sí mismo de la isla del Perejil, una «tierra de nadie» con un statu quo establecido de común acuerdo, cobra una dimensión superior porque es un simbólico salto cualitativo en una escalada que no ha parado de crecer desde que en abril del 2001 se dio por perdido el acuerdo pesquero. La artimaña es rudimentaria e indica que Rabat está dispuesto a utilizar, más allá de la diplomacia convencional, todos los instrumentos a su alcance para forzar la voluntad española. De ahí que, más allá de cuestiones secundarias relacionadas con la dignidad, la soberanía, etc., que no son demasiado realistas en este momento, no parezca conveniente transigir con un gesto inamistoso que puede ser presagio de otros todavía más alarmantes. La nueva ministra de Exteriores, Ana de Palacio, que ha tenido la mala suerte de encontrarse con este desagradable suceso a las pocas horas de llegar a su despacho, ha calificado de «serio» el incidente, se ha mostrado partidaria de actuar con «serenidad» y ha pedido con firmeza el regreso al anterior «statu quo», entre otras razones porque, pese a la crisis, sigue vigente un tratado de amistad, vecindad y cooperación con Marruecos. Es de suponer que, al propio tiempo, se estarán moviendo todos los hilos diplomáticos pertinentes, no sólo con las autoridades marroquíes sino también con París y con Washington, capitales en que probablemente esté la clave de la solución. Nuestra diplomacia tiene que hacer ahora alarde de profesionalidad, pero también de firmeza, y para ello es necesario que quede meridianamente claro que hay límites que no pueden franquearse sin provocar una respuesta. No tiene sentido, de momento, plantear dicha respuesta en términos militares, pero tampoco es prudente por parte marroquí promover iniciativas basadas en hechos consumados que lesionan aspectos sensibles, como la soberanía. Y, en definitiva, todo el camino diplomático que ha de recorrerse para tratar de solventar este contencioso debe andarse bajo el sobreentendido de que, si no se logra un desenlace amistoso, habrá que explorar otras vías más expeditivas. En las relaciones entre Estados hay altibajos, sobre todo cuando entre ellos existen diferencias culturales, de desarrollo democrático, de intereses, etc. Que dificultan la fluidez. Pero de ningún modo es tolerable que uno de ellos se salte las reglas básicas del derecho internacional de forma tan flagrante, o que inflija un agravio especialmente lesivo para la sensibilidad del otro. En estos casos, la serenidad es muy necesaria, pero aderezada de ideas claras que adviertan al otro de cuál es el límite que no se puede franquear.