Yolanda Díaz, hiel sobre hojuelas
Yolanda Díaz era la protagonista, por motivos contrarios a sus intereses, de la enmarañada jornada vivida el jueves en el Congreso. Lo fue, de hecho, hasta que a las seis y media de la tarde tres diputados de la derecha —el popular Alberto Casero y los navarros de UPN Sergio Sayas y Carlos García Adanero— ocuparon de manera inimaginable el escenario que hasta esa hora se dirimía entre las cuitas del Gobierno y sus aliados de investidura y las rasgaduras que había abierto la mayoría alternativa con Ciudadanos en el relato de la vicepresidenta.
La reforma laboral, el proyecto nuclear de Díaz, salió adelante, sí. Pero no gracias a la alternativa —la ‘vía Cs’— que tanto le disgustaba a ella, sino con la inesperada concurrencia del ala conservadora de la Cámara baja.
La alegría de Díaz después de que la presidenta Batet corrigiera el lioso recuento pareció genuina al ver salvado el decreto aunque fuera con quien la ministra de Trabajo no quería. Los suyos se regocijaban de haber visto quedarse «blancos» a los diputados de ERC y del PNV en los desconcertantes segundos en los que Batet dio por derogada la reforma votada en contra por los nacionalistas.
En política, a veces hay elogios que camuflan un vía crucis. En las horas previas al turbulento desenlace del Pleno, cuando Díaz sobrellevaba el amargo triunfo de ver respaldados los cambios en las relaciones laborales por una mayoría indeseada para ella, la alabanza en las filas parlamentarias de Unidas Podemos a la templanza de la vicepresidenta segunda dejaba un poso de reconocimiento a su valía, pero también otro que trata de espantar fantasmas. Que trata de sortear el elefante que la alambicada votación de la reforma laboral aposentó el jueves en el Congreso: qué efecto va tener la derrota en la victoria sufrida por Díaz en su pretensión de construir un «frente amplio», aún evanescente, que aúne el ecosistema a la izquierda del PSOE. «Yolanda es mucha Yolanda», pero este Pleno la ha dejado malherida.
El postparto tras nueve meses de negociación de la reforma laboral se ha convertido en un quebradero de cabeza para Díaz cuando parecía haber superado, una vez más, el muro más empinado gracias al consenso labrado sobre la bocina con las patronales y los sindicatos CC OO y UGT.
La vicepresidenta, que duerme poco y aún menos en el fragor negociador, recordó en su combativa intervención ante la Cámara «las horas» consumidas para sacar adelante el pacto que finiquita «el ominoso ciclo» de las políticas laborales del PP. Pero tuvo que escuchar cómo la izquierda crítica encarnada por ERC y EH Bildu, con un electorado fronterizo al que pueda aspirar la eventual candidatura de la vicepresidenta, le acusaba de permitir, poco menos, que los empresarios secuestren la voluntad de las Cortes.
Volcada en los contactos, con múltiples llamadas durante su forzoso aislamiento por contagiarse de covid y gira por Cataluña incluida, Díaz ha cometido dos errores que siembran dudas sobre su manejo de los tiempos y la oportunidad política. Primero, vino a cegar la ‘vía Ciudadanos’ enfilada por los socialistas al avisar de que sumar a los de Arrimadas suponía «excluir» a las fuerzas afines de la investidura. Después, dio por hecho el apoyo de Esquerra pese a los escollos existentes; una presión implícita que solo enconó los ánimos en una ERC nada dispuesta esta vez a alentar el éxito del Gobierno y, con él, las aspiraciones de su competidora ideológica.
Vestida de un simbólico blanco y negro y aferrada al discurso de ‘o se aprueba esto o se sigue con la reforma de Mariano Rajoy’, Díaz se tragó a primera hora de la mañana el sapo de tener que defender la nueva normativa, ‘su’ normativa, frente al reproche de sus aliados más estrechos.
Cunde un malestar palpable en Unidas Podemos, singularmente con ERC, un enfado de ida y vuelta cuyo alcance está por ver. Aunque los morados también censuran, por ahora en voz baja, los modos con los que negocian el presidente Sánchez y los socialistas. La bronca en que ya ha derivado la votación en el Congreso desvía el foco que apuntaba a Díaz. Pero desde el jueves, la vicepresidenta ya sabe cómo la hiel puede amargar su «política amable»