Diario de León

«Rezaba y me echaba agua para seguir despierto, si te duermes te caes al océano»

Henry llegó a Canarias en una travesía suicida de 12 días en el timón de un petrolero

Henry, ya recuperado, en Canarias. ÁNGEL MEDINA G

Henry, ya recuperado, en Canarias. ÁNGEL MEDINA G

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Cabizbajo, con una gorra blanca, las piernas suspendidas como alambres y doblado por un descomunal esfuerzo. Es la desgarradora imagen de Henry sentado sobre la pala del timón del petrolero Alithini II junto a otros dos polizones. La fotografía, difundida el pasado 28 de noviembre por Salvamento Marítimo, ha dado la vuelta al mundo.

Los tres viajaron durante doce días refugiados en ese pequeño espacio bajo la popa, donde el timón encaja en el casco, desde Lagos, la gran ciudad portuaria de Nigeria, hasta Canarias. 4.600 kilómetros y 288 horas de odisea sin apenas víveres, bebiendo sorbitos de agua de mar y sometidos al endiablado oleaje del Atlántico sur, apretándose para darse calor por las noches y rezando, «rezando mucho». Así lo cuenta Henry, nigeriano de 42 años, dos semanas después de protagonizar una travesía suicida, que, en su caso, no es la primera puesto que en 2020 arribó a Noruega en un cubículo igual, pero de otro buque, antes de ser deportado a su país de origen el año pasado tras denegarle las autoridades de Oslo su petición de asilo.

Henry, casado y padre de Mika, un niño de 9 años, se recupera ahora física y anímicamente en un centro de Cruz Roja en Gran Canaria, donde ha pedido asilo.

Henry suplicó a un pescador en el puerto de Lagos que le acercara a un petrolero fondeado en la zona. Iba solo, pero en el pesquero se encontró con los otros dos polizones. Los tres se escondieron en el hueco del timón, un angosto habitáculo del que sobresale la pala, un lugar peligroso, sujeto a los golpes de mar y a que se inunde con el balanceo del barco. Llevaba una bolsa con botellas de agua, una biblia —porque es católico con una fe a prueba de tempestades— y un martillo por si la situación se complicaba y tenía que golpear el casco para hacer ruido y llamar la atención de la tripulación del petrolero, un gigante de 182 metros de eslora.

Ese pequeño tesoro se le cayó al mar al poco de ‘acomodarse’ en el timón y solo conservó unas galletas que los tres comían a cachitos hasta que terminaron con las últimas migajas. Parece increíble, pero durante los doce días de navegación aplacaron la sed primero mojándose los labios con agua del mar y luego bebiéndola directamente a sorbitos con el riesgo de enfermar. «No bebíamos mucho porque sabíamos que podía ser mortal», dice Henry, que tuvo que ser hospitalizado con un cuadro de deshidratación nada más llegar a Gran Canaria.

Recuerda que los primeros ocho días fueron los peores. Pasaban mucho tiempo en la oquedad del timón, pero también se sentaban en la mecha exterior para que el agua les empapara para espabilarse y desentumecer el cuerpo, anquilosado por tantas horas sin poder moverse. «Estás en alerta, no te atreves a cerrar los ojos. Cualquier movimiento del barco te puede desequilibrar. Si duermes te caes, necesitábamos estar despiertos y nos echábamos agua», rememora Henry.

Él rezaba y rezaba. Dice que todo se lo debe a Dios aunque fue su instinto de supervivencia lo que le salvó la vida, a él y a sus dos compañeros, dos subsaharianos de unos 30 años, que hacían por vez primera la travesía y, al octavo día, desesperados por no tocar tierra quisieron arrojarse al Atlántico y acabar con el sufrimiento. Él les salvó.

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