«No creo que un pueblo reciba una orden de Dios para liberar a otro» Johannes Rau (presidente de Alemania)
El largo camino a Irak
El falso fondo del camión no era un lugar muy acogedor. Sólo cabía de perfil. M. abrió la trampilla y me hizo señas para que me metiera allí, tumbado, sobre unas mantas. Puso el dedo índice sobre su boca y señaló mi teléfono para recordarme que no tenía que hacer ningún ruido, sobre todo cuando llegáramos a los controles del Ejército. Como para animarme me dio una palmada en la espalda y me dijo señalando el sur: -Irak, no problem-. Después me empujó dentro. Aquello era pura claustrofobia. M. cerró la trampilla y todo quedó sumido en la oscuridad. El camión encendió motores. Nos dirigíamos a un lugar desde donde cruzaríamos las montañas del Kurdistán y entraríamos en Irak. El problema era que ese lugar está terminantemente prohibido para los periodistas. Veinte minutos después llegamos al primer control del Ejército. Por los agujeros pude ver cómo uno de los soldados se acercaba fusil en mano. Intercambió algunas palabras con M. y después los dos se fueron a la parte de atrás del camión. Abrieron la caja y el soldado entró. Pude sentir sus pasos a menos de dos metros de mí, pero no se acercó más. Dos horas más tarde el camión se paró, averiado. Me escondieron en una casa del pueblo más cercano. Nadie hablaba inglés. Dormí en el suelo. Me despertaron a las seis de la mañana e iniciamos el camino de nuevo. Esta vez no me metieron en el falso fondo. Hice el resto del viaje en la cabina, con los contrabandistas. Me pusieron un pañuelo kurdo en la cabeza y pasé por todos los controles sin muchos problemas. En algunos M. les enseñó un carnet turco que sabe Dios de quién era. En otros, donde me pedían el pasaporte, decíamos que era un escritor de libros sobre Oriente Medio que iba camino de Irán. No era una buena excusa, pero se la tragaron. Seis horas después llegaba al punto B, el lugar desde donde cruzaríamos la frontera. Me metieron en el cuarto de huéspedes de una casa y cerraron la puerta con llave. A las doce de la noche H. y S., los que iban a ser mis guías en las montañas, entraron en el cuarto y me dieron la orden de salir. Afuera hacía un frío de perros y no se veía nada. Salimos del pueblo cruzando los campos sembrados y evitando las luces. Pronto estuvimos sumidos en la oscuridad. Tras cuatro horas de camino arriba y debajo de las montañas se podía decir que estábamos a salvo. Al menos de los turcos. Empezaba a hacerse de día y un paisaje increíble se dibujaba frente a nosotros. El cielo aparecía rasgado por el rastro de los bombarderos B-52 que venían a soltar su carga a unos cuantos kilómetros de allí. Sobre la nieve las únicas huellas eran las nuestras y las de un oso que debía venir en dirección contraria. Once horas y cuarenta y cinco minutos después llegué a la primera aldea iraquí. Estaba destrozado. Debíamos tener una pinta espantosa porque una señora muy amable nos hizo pasar a su casa. De su boca salieron las únicas palabras que sabía decir en inglés: -Wellcome to Iraqi Kurdistan (Bienvenidos al Kurdistán iraquí)-. Después nos dio de comer. Nunca el arroz blanco me supo tan bueno.