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Aquí Bagdad, la morgue

Alí sobrevivió a un bombardeo pero vivirá sin manos y con el cuerpo carbonizado

Alí sobrevivió a un bombardeo pero vivirá sin manos y con el cuerpo carbonizado

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León

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Una mano seccionada, fragmentos de cuero cabelludo, el corte limpio de los dedos de un pie o el borbotón de sangre seca sellando los labios de un cadáver. Las fotos que obran en poder del hospital Al Kindi reflejan con crudeza el rostro más pavoroso de la guerra, el del horror sin adjetivos. Son imágenes de las víctimas mortales del bombardeo de la barriada de Sabah, a 15 kilómetros al sur de Bagdad. Hace dos noches, un misil reventó la casucha donde convivían dos familias y se llevó por delante a doce seres. Pero ni la cifra, sensiblemente inferior a la de otros ataques, ni la insignificancia del lugar o las circunstancias habrían bastado para hacerse un hueco entre lo reseñable. Si hoy lo tienen es por la oportunidad de un fotógrafo desconocido de plasmar sin miramientos todo el horror. Las primeras imágenes de una morgue de Bagdad constituyen un verdadero parte de guerra, el acta oficial del crimen y castigo que las bombas perpetran a diario contra hombres, mujeres y niños iraquíes. La docena de cuerpos llegó a la morgue confusamente revuelta, entre un tropel de mantas de colores, toallas de flores empapadas de excrecencias y una estela de ceniza de la combustión de los miembros. Muchos llegaron carbonizados, o en segmentos: sobre las camillas, cuando la sangre dejó de manar, sólo quedaron humo y restos, secciones de piernas, un tronco suelto o mechones de cabello, como pegotes, sobre el rostro asfixiado de alguna de las víctimas. O media cara reventada en un amasijo de carne, como si la muerte hubiera sobrevenido por un disparo a bocajarro y no por culpa de una bomba. Pero si movía a espanto la contemplación de los muertos, aún más sostener la mirada implorante del único superviviente, Alí Smair, un chaval de 12 años que perdió a toda su familia, y algo más, en el bombardeo. Ali llegó al hospital con las extremidades superiores y el abdomen carbonizados; su mano izquierda había desaparecido, pulverizada hasta la ceniza, y en su lugar sólo se percibía la estructura amarillenta, requemada, de la muñeca, como el palo de una chuleta. De inmediato fue llevado al quirófano, con quemaduras de primer grado y un pronóstico siniestro. «Nadie daba un duro por él. Todos pensábamos que no saldría de la operación», afirma el doctor Osama Saleh Taja, responsable del hospital. Pero Alí sobrevivió a costa de perder los dos brazos, amputados a la altura del hombro, y de quedar con el cuerpo convertido en un mapa borrado, arrasado por el fuego. Lo único que no le han arrancado es la memoria, el recuerdo del horror y la consciencia: en las fotos, y en persona, el crío no cierra ni un minuto los ojos, abiertos como platos, del verde de la hiel de la tragedia. Alí está desnudo, con una sonda, un muñón de vendas en cada hombro y el gesto fijo, vaciado. Sobre su cuerpecito se levanta una defensa de metal en forma de túnel para evitar que la manta se le pegue a la carne viva de las llagas. Yamila, ataviada con el chador de las chiítas, se echa a llorar por su desgracia. De improviso irrumpe en el cuartito media docena de médicos de una ONG griega, una de las pocas que ha conseguido introducirse en el país. Pese al callo del oficio, los galenos no aguantan. Las atrocidades no da tregua, pero no hay muchas oportunidades de verle la cara a la muerte en esta guerra. Un refrán iraquí sentencia: «Si honras a un muerto, entiérralo enseguida». Pero los muertos del bombardeo de Sabah son una excepción: aún desfigurada por el horror, todos ellos dan la cara. Y a fe que van a seguir mirando de frente a todos los que contemplamos su desgracia.

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