Diario de León
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León

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Primero lo metieron bajo tierra cuatro días sin nada que comer ni beber. Luego lo colgaron. Después le quemaron con cigarrillos los pies y las manos. Más tarde llegó la electricidad en los testículos y en el pene. Fue entonces cuando pidió por amor de Dios que pararan. «No, no digas por amor de Dios, pídelo por amor de Sadam», le respondieron sus torturadores. Y le hicieron sentarse sobre una botella erguida en el suelo. Humet Alí tiene 33 años y su cuerpo es un mapa del terror. Cicatrices y más cicatrices. Tres años en una prisión de Bagdad desde que unos hombres lo sacaron de su casa en Kirkuk para no volver. «Ven que queremos hablar un rato contigo», le dijeron. Lo metieron en un coche y desapareció. En aquellos mil días, como él los llama, pasaron muchas cosas. Su mujer murió. Dice Humet que fue de pena por no tenerlo en casa. Tuvo que convivir durante seis meses con la agonía de su compañero de celda, que tenía cáncer. Sólo cuatro días después de que muriera los guardias accedieran a llevarse el cadáver. «Nunca se me olvidará el olor», asegura. Un equipo de la Cruza Roja fue a comprobar cuál era la situación de aquellos presos algunos meses después. «Si contáis algo os cortaremos la lengua y luego os mataremos», les amenazaron los guardias. A pesar de lo terrorífica que pueda parecer la historia de Humet, aquí, en el suburbio de Gulam Binshara, en las afueras de Arbil, es el pan nuestro de cada día. Cientos de kurdos que han escapado de la limpieza étnica que el Gobierno de Sadam realizó en Kirkuk, una ciudad rica en petróleo de mayoría kurda y turcómana que quisieron convertir en árabe por la fuerza del miedo. Cárcel, tortura y deportación. Casi todos los que están aquí han huido por eso. Ahora viven en la indigencia. Sus casas en Kirkuk fueron decomisadas por el régimen de Sadam. Gulam Binshara es un agujero. Un lugar de esos donde el agua se estanca en charcos de color verde con moscas revoloteando, niños corriendo descalzos entre la basura y tiendas de campaña por casas. La vida aquí no es fácil. Las mujeres amasan en un horno de barro. Cortan un pedazo de algo parecido a una filloa, lo único que hoy se llevarán a la boca, y nos invitan a comer. En una de esas tiendas nos encontramos a Ferhad Mohammed. Se nos acerca caminando con dificultad. «A mí también me torturaron», dice. Le preguntamos cómo y por toda respuesta se baja los pantalones. De cintura para abajo es pura llaga. «Me rociaron con petróleo y luego me lanzaron una cerilla».

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