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El atentado terrorista irrumpe en la tranquila existencia de los 5.000 habitantes de la localidad navarra

En Sangüesa no hay pintadas de ETA y el 25-M apartó al edil de Batasuna

Un guardia civil consuela al concejal del PSN de Sangüesa, José Luis Lorenzo, tras el atentado

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Melchor Sáiz-Pardo - SANGÜESA.
León

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Sólo Juan Pedro recuerda algo parecido en Sangüesa. El dueño del hostal que lleva sus iniciales (J.P.) hace memoria y cree recordar que hace 20 años «alguien» puso una bomba en un banco cercano. Pero este viernes ha sido diferente. Todavía se echa las manos a su despoblada cabeza cuando piensa que hace apenas cuatro horas su hotel rural tembló «desde los cimientos hasta el techo». La lapa que mató a dos policías estalló a unos 200 metros de su establecimiento, al otro lado del río Aragón y retumbó por toda la comarca ayudada por las paredes de las sierras Izco, Leyre, Peña y San Pedro, que encajonan este pueblo en el corazón verde de Navarra. Ayer sus 5.000 habitantes son como «zombies». La bomba, no sólo ha cercenado la vida de dos personas, sino que ha irrumpido en la existencia tranquila de otros miles, los vecinos de una localidad «que pese a estar en Navarra, ni sufre la violencia callejera ni nunca hemos tenido problemas ni violencia», explica Juan, mientras apura un café en el Bar Leyre, en los bajos del Círculo Carlista de Sangüesa, en la calle Mayor. «Aquí no hay radicales. Hasta las elecciones del otro día, sólo había un concejal de Batasuna, pero no pintaba nada. Aquí vivimos lejos de las amenazas y creíamos vivir lejos de las animaladas y los desaguisados de los bárbaros de la ETA esa», dice Juan, mientras el grupo de parroquianos asiente. El mero hecho de que Juan pueda llamar «bárbaros sin alma» a los terroristas a voz en grito y sin la menor cautela deja ver a las claras lo que él mismo explica. Sangüesa es Navarra, pero apenas a un puñado de kilómetros de la «muga» con Aragón. Y eso también se ve en la calle, no hay pintadas a favor de ETA y no faltan vecinos que, tras la matanza, amenazan con dar una «hostia al primer batasuno que me encuentre». «Lo peor -explica Lorena Dorré- es que lo han conseguido. La gente ahora tiene miedo, lo que buscan los terroristas». Lorena habla sin parar mientras sostiene en brazo a su niño. Es ecuatoriana. En esta zona no faltan los inmigrantes porque «tampoco falta el trabajo», como se encarga de repetir Fernanda Aguirre. «Si vivimos bien, si no molestamos a nadie, si hay trabajo para casi todos ¿Por qué vienen los de ETA aquí a matar a los policías que nos vienen a servir?». La columna de humo que brotó tras la explosión de la plaza de Santo Domingo parece haber quedado marcada en la retina de los vecinos. La atmósfera ya está cristalina, pero en los ojos de los más mayores se ve todavía el miedo del que hablaba la joven ecuatoriana. «Un estallido seco, fortísimo. No lo olvidaré nunca, como no olvidaré ver volar el coche y el cuerpo hecho añicos de un policía. Menos mal que soy vieja y no tendré que vivir muchos años con eso». Las frases de Manuela dan fe del espanto que sobrecoge y atenaza al pueblo. «Sangüesa es tierra de acogida, de forasteros, de montañeros, de turistas ¡Cómo han podido manchar el nombre de un pueblo así, matando a dos policías que venían hacer el DNI!». El grito es de un señor mayor tocado con una txapela demasiado grande para su cabeza. El anciano saca su carné de identidad. «La última vez que vinieron, no hará ni dos meses, me lo trajeron. Me llamaron y me lo trajeron. Me acuerdo de uno, un poco calvo y no muy delgado. Era muy agradable y me dijo que no me preocupara porque él lo arreglaba, pese a que yo no me había vuelto a hacer el carné desde 1983». Han pasado varias horas, pero aún guardias civiles buscan entre los restos humeantes. Una gran mancha negra, junto a un edificio de piedra, recuerda la masacre. «Esto no es una película. No es la tele. No es una pesadilla. Está pasando en Sangüesa», dice una en voz alta. Nadie le escucha. Toda la plaza mira en silencio tras el cordón policial.

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