El caso de Sonia Carabantes
Su asesinato hace el número 35 de los habidos contra mujeres jóvenes en España durante los últimos diez años, y si bien las carreteras se cobran un número similar de vidas jóvenes cada semana, la naturaleza y la carga simbólica de esos crímenes impiden que la sociedad los digiera con la misma impavidez y resignación que esas muertes del tráfico. Y ello porque los efectos de esos asesinatos sobre la conciencia colectiva alcanzan las profundidades del instinto y del sentimiento: bajo el dolor particular e inmenso de los familiares, amigos y vecinos de las víctimas, bajo el dolor general de cuantos poseen el don de la humana empatía, late vivísima la convicción genética de que el asesinato de una muchacha joven, absolutamente cargada de futuro, es un atentado brutal no sólo a la comunidad, sino a la especie. Otro daño colateral, otro efecto devastador del hallazgo en descampado de la niña muerta, desnuda, cubierta de piedras, descompuesta, inerte para la eternidad, es el de la inyección de miedo en el ánimo de las muchachas, pues miedo y libertad son conceptos incompatibles, que se repelen. Si algo necesitan los jóvenes, y no sólo para disfrutar, sino para crecer, para aprender y para construirse la personalidad y el destino que a cada uno les toca, ese algo es la libertad, incluida la de tránsito. Y ha sido en tránsito, al subir a algún coche, o al ir a las fiestas de un pueblo vecino, o al trabajo, o al instituto, o a la discoteca, o a casa, como la mayoría de esas infortunadas criaturas han perdido la vida de manera bestial e ignominiosa. Sonia Carabantes era la vida, la suya y la nuestra. Miedo o libertad, tal es el innecesario dilema, innecesario porque sin libertad puede que no haya muertes, pero tampoco vida. Las chicas han de ser libres, instruidas y libres, conscientes del mundo en que viven, lleno de perversidad, pero libres. Cuidémoslas discretamente para que lo sean fuera del alcance de la mano criminal.