«La gente llevaba los brazos colgando»
El objetivo era que los dos trenes explotaran a la vez y dentro de la estación. Uno de los convoyes se retrasó dos minutos y evitó una tragedia de más graves consecuencias
«Oí varias explosiones y poco des-pués vi a gente sangrando que atra-vesaba como podía la valla verde que delimita la obra en la que trabajamos intentando huir de la estación. Una mujer corría con la pierna colgando. Todo era horrible. No sabíamos ni qué hacer». Manuel Fernández trabaja en una subcontrata de Dragados justo frente a la estación de Atocha. Paradójicamente a la obra que están haciendo, un túnel que servirá para descongestionar el tráfico en el centro, se la conoce como «el túnel de la risa». Manuel está vivo de milagro, sólo porque no ha bajado a comprar el bocadillo a la hora de siempre. Muy cerca, sólo a unos metros, una es-tudiante llora entre hipos incontrolables. «No sabes lo que es intentar salir del tren pisando cadáveres», gime. Viajaba en un vagón contiguo al que sufrió la prime-ra explosión. Apenas puede hablar de los nervios, la rabia y el miedo que aún siente. Se llama Laura. «Al oír la primera de las explosiones todos nos tiramos al suelo, pero en cuanto oímos la segunda la gente intentaba abrir las puertas y salir como fuera, todos corríamos. Pisé varios cuerpos. Lo sé. Los pisé. Yo sólo corría», decía una y otra vez. Luis es operario de Renfe y mientras se seca la sangre de las manos intenta explicar cómo ha quedado el tren que ha estallado en la calle Téllez, a 800 metros de donde explotó el otro de los trenes en Atocha. «No podéis ima-ginaros lo que hay allí abajo. Aquello es una carnicería de piernas, brazos y cadáveres», dice. «Era como la guerra. La gente lle-vaba los brazos colgando. La gente golpeaba las puertas e intentaba salir por las ventanas», cuenta Mariano. «Estaba todo reventado. Yo me he quedado a ayudar. Tenía una chica en los brazos... y la hemos perdido. Se me ha muerto en los brazos», recuerda entre sollozos. Hasta los servicios de asistencia sanitaria estuvieron totalmente desbordados en los momentos iniciales. «Digan lo que digan esto nos ha superado. Hemos tenido que sacar a heridos ayudándonos con mantas que tiraban los vecinos y encima de puertas de los vagones de los trenes. Hemos hecho lo que hemos podido», comenta un miembro del Samur. La estación de Atocha es el centro neurálgico de Cercanías de Madrid. Cuatrocientos mil viajeros la utilizan a diario. Los quince y veinte minutos siguientes a las primeras siete explo-siones registradas fueron dantescos. Julia iba en otro de los vagones que no explotó y cuenta que lo peor era que oían las sirenas de las ambulancias pero no las veían. «Intentabas ayudar a los heridos y pisabas cuerpos y más cuerpos, fue horrible». Amet es marroquí y salió sin mirar atrás. Está aturdido y todavía no oye bien por el efecto de la explosión. «Todo se fue por los aires, sólo había humo y yo corría y corría. No podré olvidar esto nunca», dice entre llantos. Varios heridos fueron atendidos en el Ministerio de Agricultura, otros en un hotel. Las ambulancias se llevaban a los heridos de tres en tres, pero nada era suficiente. Coches particulares y hasta un autobús sirvieron de improvisados transportes. Cuando todo comenzó a organizarse se montó un hospital de campaña en el polideportivo Daoíz y Velarde. Allí los testimonios de los heridos que habían sobrevivido eran sobrecogedores. «Bajé del tren entre gente quemada y viendo a otros con miembros amputados. Intentamos tapar con abrigos a los que veíamos muertos. Fue un espanto», narra con estupor Nieves. Una riada de gente deambula inten-tando llamar por el móvil. Los familia-res de posibles viajeros que han oído la noticia han comenzado a llegar a la zona y llaman y llaman sin conseguir comunicar con nadie. «¿A qué número tengo que llamar, por favor, lo sabe alguien?», grita desesperado un joven rumano. «Mi mujer iba en ese tren, por favor, ¿alguien me puede decir algo?», añade con las manos en la cabeza y vagando sin rumbo entre la multitud. El caos no termina nunca. La policía comienza a desalojar las inmediacio-nes de la estación. En el bar La Ochava entran varios agentes gritando: «Váyanse de aquí, dos minutos y fuera, váyanse, rápido». Van a explosionar un nuevo artefacto. La gente corre, sale sin pagar y una mujer con un bebé sufre un ataque de histeria y en vez de salir sube por unas escaleras. Todo es una locura. Pero todo podía haber sido peor. El objetivo es que los dos trenes que explotaran a la vez y dentro de la propia estación. Los pilares del edificio se hubieran venido abajo y la masacre hubiera sido total. Uno de los convoyes se retrasó dos minutos y eso evitó una tragedia mayor. Eso, y que una de las bombas del primer tren no explotó. «No podéis imaginaros lo que hay allí abajo. Aquello es una auténtica carnicería»