| Perfil | José Luis Rodríguez Zapatero |
El hombre que quería ser Felipe
El líder del Partido Socialista construyó su gran imagen sobre la nostalgia del 82
Adjudican al ingenio mordaz de Alfonso Guerra el sobrenombre de Bambi con el que se conocía a Rodríguez Zapatero en el Congreso. Pero aquel desconocido diputado de aspecto algo cándido, talante tranquilo y devoto del pacto creció, sin prisa pero sin descanso, hasta convertirse ayer en el protagonista del milagro. Tras ocho años de dura travesía del desierto del PSOE, convirtió en realidad un recurso de márketing electoral: ZP quiere decir, Zapatero presidente. Rodríguez Zapatero, el candidato novato con más de veinticinco años de experiencia política, pasó de ser un diputado desconocido para el gran público a devolver a su partido el cetro que en 1996 los electores arrebataron a Felipe González para entregárselo a José María Aznar. En sólo cuatro años -fue elegido secretario general en el 2000- tuvo que forjarse una imagen, pacificar el partido y acudir a unas elecciones en las que no partía como favorito. Tras doce días de una campaña cerrada abruptamente por la matanza de Madrid, Zapatero se convirtió en el primer candidato que gana unos comicios en su primer intento y desde la oposición. Lejos aquel año 79 cuando, con 18 años recién cumplidos, se afilió al PSOE e inició una imparable ascensión. Primero como dirigente de las Juventudes Socialistas de León y pronto, en la dirección del partido en su provincia. En las elecciones generales de 1986 se convirtió en el diputado más joven de aquella legislatura. Al tiempo que desarrollaba un anónimo trabajo parlamentario, Zapatero iría haciéndose con el control del partido en Castilla y León. Con mano firme y gesto dulce, no dudó en dejar en el camino a muchos de los históricos y a todos los que, de alguna manera, le impedían implantar un nuevo orden en las turbulentas aguas del socialismo leonés. Pero su pasión y ambición políticas nunca estuvieron puestas en el ámbito local, ni siquiera en el autonómico. Desde que a los 16 años quedó prendado de un jovencísimo Felipe González en un mitin en Gijón, su aspiración apuntaba a la gran política, y aún no habían pasado diez años cuando ya tenía un escaño en la Carrera de San Jerónimo. En realidad, habría que remontarse casi a la niñez de Zapatero para encontrar los orígenes de su biografía política. Fue cuando su padre le leyó el testamento de su abuelo, el capitán Lozano, un militar leal a la República que fue fusilado en los primeros días del Alzamiento de Franco. El abuelo pedía a sus descendientes que perdonasen a sus verdugos, pero que luchasen los la justicia. Nada hacía presagiar que, en el año 2000, aquel desconocido diputado de obediencia y admiración felipista se destaparía al frente de Nueva Vía, un grupo de jóvenes parlamentarios, para disputarle la secretaría general del PSOE nada menos que al peso pesado manchego José Bono, a la ex ministra guerrista Matilde Fernández y a la europarlamentaria vasca Rosa Díez. Nadie daba un duro por él, pero la perseverancia, la capacidad para aunar voluntades y un talante en las antípodas de la confrontación dio la victoria a José Luis Rodríguez Zapatero por nueve votos sobre Bono y, al parecer, con el apoyo de algunos delegados guerristas, que en un claro ejercicio de pragmatismo abandonaron a su candidata para evitar la victoria del que contaba con el respaldo explícito de González. Pero la victoria, no despejó el camino al nuevo líder. Tuvo que moverse con tiento en un territorio aún minado y con jefes de tribu tan poderosos como el propio José Bono, humillado en la derrota, el extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra y otros muchos que perdían sus poderes en la Ejecutiva socialista. La aparente incapacidad para imponer su autoridad en el partido la suplió por el tesón que ha caracterizado toda su acción política para hacerse con los mandos de la nave. No sin sobresaltos y reveses que, como no podía ser de otro modo, fueron aprovechados por los rivales, dentro y fuera del partido. Después de un año 2002 en el que navegó sobre la cresta de la ola y con el viento a favor (la catástrofe del Prestige, la guerra de Irak y sus correctas actuaciones parlamentarias), llegaron los tiempos difíciles en los que casi se apagó la estrella del nuevo líder. La crisis de la asamblea de Madrid que llevó a la repetición de las elecciones y la formación del gobierno tripartito con el partido de Carod Rovira puso en un brete al candidato. Pronto llegaría la campaña electoral, en la que partía con siete puntos del diferencia con Mariano Rajoy. Día a día fue construyendo la imagen que no tenía con una mezcla se nostalgia del 82 y la promesa de una nueva frontera al estilo kennediano. Diálogo frente a crispación, cambio frente a inmovilismo, transparencia frente a la mentira, respeto frente a desprecio. Fueron sus claves para intentar ganarse el voto joven (dos millones de posibles «voluntarios por el cambio»), recuperar a los desencantados con el Partido Socialista (considera que la cuentas con el electorado por la corrupción están saldadas) y captar a los que se sienten humillados y despreciados por el estilo de Aznar («haré un gobierno moderado y para todos»).