| Crónica | El funeral, en la calle |
«Desde ese día ya nada es igual, ahora soy una persona triste»
Carmen viajaba en el tren que explotó en Atocha y ayer estaba viendo el funeral desde una de las pantallas instaladas en la calle. Es ecuatoriana, pero no se siente extraña en Madrid, desde el 11-M es una más. Sin darse cuenta, con su dolor a flor de piel todavía, refl ejó el sentir de casi todos los madrileños. «Desde ese día ya nada es igual, me he vuelto una persona triste», decía. Como ella, todo Madrid se ha vuelto triste. Ayer hacía frío. Un frío gélido y desagradable, y los asientos acondicionados para que los familiares de las víctimas que no cupiesen en La Almudena pudieran verlo desde la Plaza de Oriente estaban tan vacíos que daban aún más sensación de ausencia. De esa ausencia tantas veces recordada. «Faltan doscientos», 190 según las estadísticas ofi ciales. En la Plaza de la Armería el silencio sólo es roto por el helicóptero que sobrevuela la zona. Las medidas de seguridad son casi de estado de excepción. Más de 200 agentes de la Policía Nacional y de la Guardia Civil sellaron las inmediaciones de La Almudena, y otros 1.500 agentes se desplegaron por la capital cubriendo los accesos con controles en cada esquina. Reyes Álvarez mira una de las pantallas gigantes con un cartel que dice «No a la guerra». No quiere hablar, pero acaba hablando porque a su lado, Pilar, una mujer de edad que se define como «manchega y muy española» resucita en la calle la polémica que los políticos llevan días reproduciendo. «Rezar es lo que tenemos que hacer, en vez de acusar al Gobierno como están haciendo», dice. Reyes le responde: «Si no mintieran». En dos minutos la gente de alrededor les hace callarse. «¡Qué no es el momento, hombre», dice un joven. Muchos de los que observan el desarrollo del funeral desde el exterior son turistas. «Estamos muy impresionados», dice una irlandesa que pasaba unos días en la capital y no ha querido faltar a la trágica cita. «Es un momento triste para España y nosotros queríamos dar un poco de cariño», explica en un español más que correcto. No pudieron entrar todos La limitada capacidad de La Almudena dividió a muchas familias. «Sólo nos dieron cinco invitaciones para estar dentro, así que el resto estamos fuera», comenta Belén, que perdió a un primo en la estación de El Pozo el fatídico día. «A veces creo que será imposible volver a la vida normal -añade-, todo esto ha sido tan horrible que no tenemos fuerzas para seguir». Los pañuelos en la mano dejan ver que muchos han llorado. «Yo estaba conteniéndome, pero cuando he visto llorar a la Reina no he podido más», cuenta Paquita, de Alcalá. La emoción del interior de la catedral se contagió en el exterior como un reguero de lágrimas imparable. Las imágenes de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarín siendo consolados por los príncipes de Jordania se clavaron en muchos. «Esta Familia Real es impresionante, siempre están con los que sufren», señala Jesús, un jubilado que lleva el pañuelo totalmente arrugado de tanto llorar. Dolores es de la parroquia de La Almudena. Dice que para ella lo más duro fue cuando vio al diácono Vicente Fausto leer una de las oraciones. No pudo contenerse tampoco y rompió a llorar. «Le conozco, su hijo es uno de los muertos y ahí está, ayudando a los otros», dice. Los familiares de las víctimas salieron de la catedral a unas calles desiertas. Todas las inmediaciones estaban cortadas al tráfico y sólo una hilera interminable de coches oficiales les esperaba tras su vuelta a la realidad. Fuera, la gente seguía mirando a las pantallas aunque el funeral ya había terminado. Miraban a los Reyes saludando a las familias.