| Análisis | El olfato de Zapatero |
La humildad al poder
Como a un santo varón franciscano, a Rodríguez Zapatero le adorna una aureola de humildad. Y con los hilos dorados de esa humildad, que él no cesa de predicar a su gente, va tejiendo su propio carisma, como si no necesitase para nada el poder. O tal vez haya intuido a tiempo que el poder de la humildad es capaz de derribar gobiernos fuertes, derretir cualquier soberbia y convencer al más escéptico. La ascensión de Zapatero a la Presidencia del gobierno español sólo puede explicarse en clave de humildad. De una humildad acompañada de inteligencia, de olfato político y de sagacidad. En Zapatero podría estudiarse la mutación que en un político produce la cercanía del poder o el poder mismo. Sin abandonar su humildad de santón laico, el ya investido jefe del gobierno español se ha mostrado en los debates de investidura como un entonado boceto de estadista, manejando con soltura las reformas constitucionales y estatutarias, dedicando su inminente gobierno a todos los ciudadanos, exigiendo a los suyos respeto a todos desde sus despachos y sugiriendo con emotiva confianza en la sociedad y en sí mismo que «para los españoles, lo mejor está por venir». Con 183 votos a favor de su investidura, siete más de los necesarios, Zapatero se convierte en presidente del gobierno, algo que hace sólo dos meses habría merecido muy poca atención en las apuestas. Ya antes del trágico 11-M se temía en algunos observatorios políticos que el PP, escondiendo a Rajoy en la campaña electoral y procurando adormecer a los votantes, pudiera hacerse el harakiri. Y luego vino la sorpresa del 14-M, centrada inicialmente en la derrota «popular» y trasladada poco después a la victoria socialista. Pero ¿quién ganó ese día: un PSOE incrédulo o un Zapatero confiado?. Al PSOE nunca le ha caído bien el sayal humilde de su líder. Un punto de soberbia suele engalanar las actitudes socialistas, lo cual explica lo que ha tardado ese partido en depositar su confianza en Zapatero, casi cuatro años, no del todo hasta ayer mismo, cuando el grupo parlamentario, finalizado el recuento, desfiló ante su líder victorioso, abrazándole con intensidades diversas que medían la jerarquía interna de cada diputado. Es contagioso el buen estilo, y así el debate de investidura parecía trasladado en el espacio o en el tiempo a otro país o a otra época, como si el pasado reciente hubiera desaparecido de nuestro parlamento, sin que la acritud, el menosprecio y la altanería de la legislatura acabada dejaran el menor rastro. La elegancia volvió al hemiciclo, y el primero en mostrarse elegante fue Aznar, presidente saliente, al acudir con rapidez hacia el entrante para darle la enhorabuena, la mano y una palmada. Y tras Aznar, todos sus ministros, menos Álvarez Cascos, que no había acudido a pasar lista, felicitaron a Zapatero con gentileza política. Ya el lunes ocuparán los nuevos ministros, dieciséis, sus nuevos despachos. Empezará entonces el pulso entre la «real politik» y democracia en su máxima proyección de utopía.