Diario de León

Morir en la ausencia

La muerte de Arafat en el exilio podría convertirse en una metáfora pesimista para los millones de refugiados palestinos a los que Arafat prometió hacer volver a sus casas

Un niño pasa delante de un muro empapelado con fotos de Arafat, ayer, en Gaza

Un niño pasa delante de un muro empapelado con fotos de Arafat, ayer, en Gaza

Publicado por
Miguel A. Murado - redacción
León

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A la hora de entregar este texto, Arafat todavía no había muerto. O al menos, de entre las distintas y cada vez más numerosas clases de muerte en que las que hoy en día se divide la experiencia final de fallecer, no se encontraba en la que se considera la última. El rumor de su muerte, puede que nacido de la estos días demasiado ansiosa fontanería mediática de Tel Aviv, era desmentido poco después por los médicos a la puerta del Hospital de Percy, aunque en términos tan poco precisos («el presidente Arafat sigue hospitalizado aquí») que no han hecho sino dar pábulo al rumor de otra forma de muerte, la muerte clínica. También se hablaba de la desesperación de los responsables palestinos por sacar de Francia a un Arafat agonizante, meterlo en un avión y, luchando contra el poco tiempo que parece quedar, conseguir que su fin tenga lugar en Palestina. No es sólo un sentimentalismo comprensible, para ellos hay en juego algo más importante. Es muy simple: La causa palestina es, ante todo y fundamentalmente, la causa del retorno, el derecho de los más de cuatro millones de refugiados palestinos a volver a las casas que tuvieron que abandonar a punta de bayoneta en 1948. Arafat fue uno de ellos. Con el tiempo, entre aciertos y errores, y a pesar de las circunstancias y de sus propias limitaciones, logró representarlos a todos. Toda su lucha ha sido una lucha por volver. Su muerte en el exilio, lejos de su tierra, sin haber vuelto a rezar nunca en la mezquita de al-Aqsa (la casa de su familia, cuando era niño, se encontraba exactamente enfrente) sería un mensaje demoledor para el pueblo ausente: el de que el regreso no es posible. No es, en cierto modo, en las afueras de París donde agoniza el mito de Arafat. Es en los campos de refugiados de Jordania, de Siria, del Líbano, es en las calles polvorientas de Sabra y Chatila, donde millones de palestinos viven en un tiempo detenido, en un limbo que sería mágico si no fuese únicamente trágico. Durante años se sintieron silenciosamente defraudados por Arafat: él había conseguido volver, ellos no. El proceso de paz de Oslo resultó él mismo como una agonía, con empeoramientos y recuperaciones hasta caer en un coma irreversible. Ahora, las circunstancias han convertido a Arafat de nuevo en un refugiado y en alguna forma le ha hecho volver a sus orígenes. La muerte, si llegase, le reunirá al menos con los suyos.

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