Un ex al ataque
La comisión de investigación sobre el 11-M había sido hasta ayer un debate de sordos entre quienes han acusado al Gobierno anterior de imprevisión y de haberse obstinado en mantener la autoría de ETA sobre aquellos terribles atentados para evitarse los daños políticos que le produciría la paternidad islamista, que la opinión pública relacionaría con la impopular intervención española en el conflicto iraquí, y quienes han mantenido la teoría de que, entre el 11-M y el 14-M, se produjo una orquestada campaña de «manipulación, intoxicación e insidias» tendente a inventar la «mentira» del Gobierno Aznar, refugiado en aquella inexistente ocultación, con el objetivo de provocar el vuelco electoral que finalmente se produjo. El ex presidente Aznar, en su intervención de ayer, sistematizó con lacónica dureza esa segunda posición. Aznar describió la política de comunicación de su gobierno entre los atentados y las elecciones del 14-M sin aportar novedades sobre lo ya conocido. Relató también por qué no reunió la comisión delegada del Gobierno para Asuntos de Crisis ni el Pacto Antiterrorista y por qué convocó unilateralmente la manifestación del viernes, día 12. Antes de explicar inmediatamente cómo desde que una emisora de radio inventó la especie del inexistente «terrorista suicida» en los atentados detectó que «se empezaba a fabricar la teoría de la ocultación del Gobierno» y cómo el Ejecutivo «debería afrontar el monumental empuje manipulador» urdido por la principal oposición y determinados medios. A preguntas de Zaplana, Aznar se manifestó también seguro de que los «autores intelectuales» de la masacre, que estarían cerca de aquí y no en un «lejano desierto», habían planificado estratégicamente la secuencia entre el 11 y el 14-M (si las elecciones hubieran sido fijadas para el día 7 de marzo, los atentados hubieran sido el día 4, llegó a decir). No se puede aceptar Evidentemente, la intersección de ambas certezas ofrece una conclusión terrible, que nadie en su sano juicio puede aceptar: los atentados habrían sido «teledirigidos», como dijo días antes Zaplana. Es decir, habría existido una brumosa familiaridad directa entre quienes se beneficiaron objetivamente de aquellos hechos dramáticos y quienes los habían provocado. Sólo una reconcentración enfermiza en aquel terrible drama puede justificar que se sugieran semejantes hipótesis. De la comparecencia de Aznar se ha deducido lo que ya se presagiaba: que la dramática secuencia entre el 11 y el 14 de marzo ha tenido efectos devastadores sobre las relaciones políticas. Por un lado, Aznar, reforzado ante los suyos y dotado de un nuevo protagonismo, ha remachado y reafirmado su vieja posición, lo que inmoviliza a su epígono, Rajoy. Para Aznar, los atentados del 11-M no tuvieron nada que ver con la intervención española en el conflicto de Irak ni con la foto de las Azores, y lo que España ha de hacer es «estar donde debe estar» y no decaer en su papel de vanguardia de la lucha internacional contra el terrorismo. Así las cosas, y en tanto Aznar conserve su eminencia social e intelectual en el centro-derecha, la reconstrucción del consenso en materia de política exterior sobre las bases anteriores al viraje atlantista será evidentemente imposible. Por otro lado, y aunque José María Aznar se cuidó ayer de manifestar reiteradamente que no pone en cuestión la legitimidad de los resultados del 14-M ni, por tanto, del nuevo Gobierno, es claro que tras su comparecencia queda reforzada la teoría, que debilita la normalidad institucional, de que la actual mayoría política lo es por accidente y quien sabe si por causa de una planificada y culposa conspiración. La gran pregunta que subyace en la interminable y agotadora -para sus protagonistas y para la audiencia- comparecencia es si este esfuerzo ha servido para algo. No hay hoy mayores claridades que ayer sobre lo ocurrido. Se mantienen, irreconciliables, las dos posturas que protagonizan la gran confrontación. Y nada se ha avanzado ni en la aclaración de lo ocurrido -que sigue teniendo grandes sombras-, ni sobre la plena integridad de los contendientes -ambos atentos a sus respectivos intereses en todo momento- ni mucho menos sobre los avances que se han conseguido en este país en materia de seguridad frente al integrismo islamista. La comparecencia de Aznar era inexorable para que la comisión de investigación tuviera cierto sentido. No se podía cerrar el trabajo de esta instancia parlamentaria sin convocar a quien tuvo la máxima responsabilidad pública en el momento del 11-M. Lo que ofrece dudas es la pertinencia de la propia comisión, al menos en este formato híbrido, en el que no siempre se sabe si los comisionados son jueces, policías o representantes políticos de la ciudadanía. De momento, el desenlace de este dilatado trámite parlamentario, ya cercano, se aboca hacia el pesimismo y la frustración.