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Atrapados en el horror del recuerdo

Un año después de la masacre, las víctimas de Atocha aún intentan salir del laberinto oscuro en el que los sumió los trenes y los cuerpos destrozados por las bombas

Pilar Manjón muestra un cartel con 192 lazos negros en recuerdo de las víctimas

Publicado por
Paula de las Heras - madrid
León

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«Pienso que ésto es algo que me tocó. Alguien decidió que yo viviera, aunque no sé para qué. Cuando estalló la bomba yo iba leyendo, había logrado sentarme y eso me salvó» El 11 de marzo del 2004 España quedó paralizada por el mayor atentado terrorista jamás sufrido en Europa. Un año después, la sociedad ha recuperado su ritmo habitual. Pero para las miles de personas que vivieron en primera línea la masacre, para los familiares de las ciento noventa y dos víctimas mortales, la vida no volverá a ser la misma. Pocos han sido capaces de incorporar la tragedia a su propia biografía y pasar página. Los más, siguen enredados en el laberinto oscuro en el que les sumió la infamia del terrorismo, pero no se rinden. «Yo sé que algún día -dice Jesús- veré la luz». Jesús es uno de los muchos padres que perdieron a sus hijos aquel fatídico día. Óscar Abril Alegre tenía sólo 19 años cuando los asesinos le arrebataron la vida en el tren que cogía cada mañana para ir a clase, en el Instituto Nacional de Educación Física. Ese jueves ni siquiera tenía por qué estar allí. Los profesores de la Universidad Complutense hacían huelga. Pero él decidió ir a la biblioteca, a estudiar un poco. Jesús supo de inmediato que no lo volvería a ver. Sus amigos, su madre, su novia, su hermana, todos conservaban la esperanza de encontrarlo a salvo cuando acudieron al improvisado tanatorio organizado en Ifema. «Yo no -dice llevándose una mano al pecho- yo lo supe aquí». Desde hace ya varios meses, este hombre moreno, delgado, de voz dulce y mirada triste presta la mitad de su tiempo a la Asociación del 11 de marzo, creada en el castigado barrio de Santa Eugenia, en Vallecas, para ayudar a los afectados. Decenas de damnificados acuden cada día a este frío local de dos plantas -el único que ha logrado encontrar y que puede pagar la junta directiva- para recibir orientación sobre la burocracia interminable a la que deben enfrentarse las víctimas del terrorismo. Papeleo para ser reconocidas como tales, primero, y más papeleo para percibir las indemnizaciones correspondientes, después. No son los únicos que realizan esta tarea. La decana Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), que hoy preside José Alcaraz, tiene casi trescientos socios relacionados con los atentados islamistas y la presidenta de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M, Ángeles Domínguez, asegura que desde el mes de octubre en que abrió sus puertas ha incorporado a 190 personas. Pero la de Santa Eugenia -esa que surgió hace ya diez meses en la asociación de vecinos La Colmena para hacer frente a la desorientación de los muchos afectados de la zona- es la más numerosa. Ronda los 380 asociados. Jesús asegura que fue su implicación en el proyecto lo que le obligó a salir del pozo. Quería ayudar a los demás, pero también a sí mismo. «Uno no puede pretender arreglar el mundo cuando está roto por dentro -dice-; eso es lo que hacía El Quijote, y no funciona». Aquí, en este oscuro bajo que ni siquiera tres calefactores portátiles logran caldear, pasa las tardes organizando la agenda de la gestora y atendiendo llamadas. Como Ina Collado, un torrente de buen humor que estuvo a punto de perder a su yerno, Ángel Zurinaga, en los atentados. Secuelas psicológicas Ángel, un hombre cultivado de 63 años, no ha vuelto a ser el mismo desde que la bomba que estalló en el tren de El Pozo le arrebató de las manos el libro que iba leyendo; quizá el último de su vida . Ya está casi recuperado de los daños físicos, aunque aún asiste a rehabilitación y no cree que pueda volver al trabajo. Pero más allá de los dolores de espalda, de los zumbidos en los oídos y de los ataques de vértigo, su problema es el trauma psicológico. Quien le conoce asegura que en el último mes ha mejorado mucho. Sin embargo, aún le tiembla la voz y a veces enlaza frases inconexas al intentar contar su caso. Las pastillas recetadas por el psiquiatra no ayudan a la claridad de ideas. Ángel vive atormentado por una mano que, según afirma, vio mientras trataba de salir de su vagón. «Es una mano sola, sin cuerpo que la acompañe y se movía», dice. Se despierta gritando. TOÑO ORTEGA, herido en Santa Eugenia

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