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Publicado por
EDUARDO CHAMORRO
León

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A LOS POLÍTICOS les encanta pensar; pensar que piensan, y, sobre todo, pensar que lo que dicen tiene que ver con el pensamiento. Pese a Platón, Aristóteles, Demóstenes y demás, la política tardó lo suyo en dar con el pensamiento, tal vez porque tardó mucho menos en dar con la religión y reconocerse en ella con esa inmediata familiaridad con que se reconocen entre sí los opiáceos. La política comenzó a buscar la ciencia del pensamiento cuando entró en dificultades el arte del gobierno. Para entonces, el pensamiento se había hecho artístico con la decisión de cambiar la naturaleza de las cosas y reinventar la condición humana. La política encontró ahí la oportunidad de convertirse en la ciencia que hiciera suyo el pensamiento para dictarle las leyes que transcendieran la simple humanidad del arte. La Ilustración fue el momento radiante de ese proceso que, doscientos años más tarde, culminaba con un siglo XX distinguido por una masa de cadáveres de los que aún andamos removiendo las tumbas. El pensamiento salió de aquella experiencia hecho unos zorros, pero la política la superó con una musculatura recia como nunca. El pensamiento decidió, en consecuencia, ponerse a pensar con el elevado propósito de pensar y salvar el pellejo. Y la política recibió con sumo gusto unas formas de pensar planteadas como pensamiento «débil», pensamiento «único», pensamiento «correcto». Se sintió perfectamente acompañada y vestida por un pensamiento a su vez solo y desnudo. Esa lenta y prolongada secuencia alcanzó momentos de refinamiento pasmoso y hábiles estratagemas, sobre todo en Francia, cuya escuela de pensamiento de los Setenta y Ochenta se va echando ahora cuidadosamente al cubo de la basura. A este lado de los Pirineos nunca se dieron momentos semejantes, imposibilitados por fenómenos de índole más bien residual o, para decirlo con mejor precisión, excrementicia. Aquí lo normal es que la vinculación de la política con el pensamiento transforme a éste en ocurrencia. Así, Zapatero piensa que Europa no tiene estatuas de dictadores en sus espacios públicos. Es una ocurrencia que olvida la estatua del dictador Cromwell frente a Westminster, en Londres, y la estatua del general Perón en la avenida del general Perón, en Madrid. Es una ocurrencia «débil», «única», pero «correcta» si se entiende por dónde ha de andar la corrección. Y la corrección ha de andar por donde mande Pere Navarro, director de Tráfico, para quien la aparición flamígera de un coche camuflado de Tráfico ha de poner al sorprendido conductor en la sensación de que «la ha cagado». Es un pensamiento realmente impresionista.

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