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León

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ESTUVO siempre a la vanguardia de la libertad. Ésta fue una de las conquistas principales de Juan Pablo II: colocar al hombre en el centro de todos los derechos -y por lo tanto de los deberes- que su propia esencia humana le confiere. Fue un revolucionario que consiguió con su fuerza que el tiempo de la libertad se adelantara al plazo previsto por la tiranía. Por eso, este Papa ha sido uno de los valedores más importantes que la humanidad ha tenido durante el siglo XX, porque supo desde el principio que la encrucijada de ese momento histórico sólo podía decidirse con la apuesta por el albedrío y la emancipación del hombre. Con estos mimbres ha conseguido que el duelo provocado por su muerte traspase las fronteras de la religión y que hayan sido miles de millones los que han demudado estos días su alma. Sufrió la enfermedad y la pobreza, estuvo a punto de convertirse en uno de los mártires de la Shoa y padeció el régimen asesino de la disciplina soviética, y tal vez esa fue la razón por la que siempre estuvo del lado de los pobres, de los oprimidos, de los marginados, de todos aquellos que no tenían ninguna defensa. Volvió a ser un transgresor cuando, durante uno de sus viajes a África, exigió a Occidente que se concienciara de su responsabilidad con la pobreza, cuando criticó los desmanes que puede llegar a provocar el capitalismo y cuando clamó contra la guerra de Irak. Siempre dejó claro que el otro mundo no podía convertirse en una excusa para éste, nunca se cansó de recordar que la libertad no coloca al hombre al borde del precipicio -todo lo contrario-; la angustia siempre pasa a pesar de todo.