Diario de León
Un soldado marroquí pasea entre los restos del campamento de subsaharianos de Ben Younech

Un soldado marroquí pasea entre los restos del campamento de subsaharianos de Ben Younech

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León

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Suena un disparo. La detonación y el silbido de la bala por encima de los árboles rompen el silencio del bosque. Nos agachamos. El tiro viene del centro de lo que hasta tres días era el campamento de subsaharianos de Ben Younech, pero allí sólo quedan los militares marroquíes destrozando todo, quemando lo que han dejado los inmigrantes, para asegurarse de que no regresan. El disparo, muy probablemente, ha estado dirigido contra alguno de los africanos que aún se esconde en el bosque. Nuestro contacto entre ellos nos lo confirma por teléfono. Iba a reunirse con nosotros, pero ha salido corriendo tras sentir de cerca el aliento de la bala. El fuego que arde en el centro del campamento es un incendio de sueños, los que tuvieron los más de mil subsaharianos que habitaron este bosque durante años. Los restos de esos sueños están por todas partes. En un diario abandonado en el que alguien escribió el miedo que le daba la valla y las ganas que tenía de cruzarla; en la impecable caligrafía árabe de Ahmed, con la que pedía a Alá que guiara su viaje; en el pasaporte abandonado por Isa Kante, de Mali, que habla a las claras de su viaje clandestino porque de todos los países que cruzó para llegar aquí sólo tiene un sello de Argelia, y es de entrada; en los amuletos de cuero con versículos del Corán que muchos fabricaban para que el salto les fuera favorable; en el manual para aprender español que hay tirado en el suelo; en las escaleras artesanales abandonadas por todas partes y en las que colocaban en los árboles para practicar el salto; en la rata muerta que iba a servir a alguien de comida para aguantar un día más en esta sala de espera a Europa, al paraíso soñado. «Hoy hemos cogido a otro», cuenta uno de los marroquíes. La presión que están haciendo sobre el bosque se ve incluso desde fuera. Casi todos los caminos de acceso están cortados por la policía, que se cuida de que nadie pase. Nosotros nos hemos colado corriendo ladera abajo. Sólo humo En el campamento, los militares marroquíes lo destrozan todo. Los ayudan unos cuantos vecinos de Fnideq y de Ben Younech, que vienen en parte por lo que puedan cobrar y en parte por llevarse lo que queda aquí. Juntos desmontan los camastros de madera y cañas, las alfombras que sirvieron de mezquita, algunas mesas en las que se jugaba a las damas, los tenderetes que habían montado algunos inmigrantes a modo de miserable comercio. En un libro de cuentas descubrimos los precios de este mercado de pobreza (sesenta céntimos el kilo de arroz) y los nombres de muchos de los que habitaron el lugar, un total de 619. Todo esa arqueología de sueños desaparecerá entre el humo, el saqueo y el oportunismo político de Marruecos, que siempre supo que los africanos vivían aquí, pero que sólo se molestó en detenerlos cuando Madrid apretó las clavijas de la diplomacia.

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