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Publicado por
León

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Cuatro subsaharianos doblan la calle corriendo. Es de noche y hay gritos. Los furgones de las Fuerzas Auxiliares marroquíes, los mejani, aparecen a toda velocidad. Algunos de los vecinos indican a la policía dónde buscar a los fugitivos. Ellos corren carretera arriba, hacia el bosque, hacia la protección. Los hay negros, pero también algunos de aspecto árabe, muy posiblemente argelinos. Estamos en Nador, la ciudad marroquí más cercana a Melilla y, durante años, plataforma de quienes quieren cruzar la valla. El bosque del Gurugú era su refugio, un campamento donde sobrevivían mientras esperaban su momento para dar el salto a Europa. Ahora es zona hostil. Marruecos, presionada por España, ha desatado una caza al inmigrante. Más de mil soldados, cientos de mejani, policías y un par de helicópteros forman la batida. A la mañana, después de la avalancha en la que participan 500 inmigrantes, hay más de cien detenidos. La policía los monta en camiones y en autobuses y los lleva hasta Oujda, hasta la frontera con Argelia. Allí los dejará a su suerte, en tierra de nadie. Argelia no los admitirá, así que darán media vuelta. Cinco días después, quizás una semana, estarán de nuevo en Nador, listos para volver a saltar la valla. «Yo, antes de tener éxito, intenté pasar a España en dos ocasiones. La primera los marroquíes me pillaron en Ceuta, me llevaron hasta Oujda y me dejaron allí. Llegue a las diez de la mañana. Hacia las tres de la tarde ya había iniciado el camino de vuelta. Tardé cuatro días en llegar», cuenta Alassana Sisse, un camerunés que consiguió saltar la valla en la avalancha del pasado lunes. El flujo de los que vuelven de Oujda a los alrededores de Melilla es constante. Los marroquíes que viven cerca de la carretera los ven pasar en grupos que a veces alcanzan los quinientos miembros. Según informaciones no confirmadas que circulan por la zona, más de mil inmigrantes se encontraban de camino a Nador. Ahora, después de que los marroquíes hayan redoblado la vigilancia en la ruta, viajan de noche y suelen seguir la línea de ferrocarril que une Oujda con Fez. No llega a Nador, pero pasa cerca y es una buena forma de no perderse en la oscuridad. «Yo viajaba de día y de noche, escondiéndome cuando veía a algún policía. La segunda vez fue mucho más difícil, porque estaba muy enfermo. Había intentado saltar a Melilla y después de que me detuvieran los marroquíes, me torturaron hasta hacer que no pudiera andar. Luego me dejaron en el bosque. La gente de Médicos Sin Fronteras me llevó al hospital de Nador para que me curaran. Estuve allí unos días, hasta que me recuperé. Entonces vino la policía y me volvieron a llevar a Oujda. Inicié el camino de vuelta el mismo día, pero tardé seis jornadas en llegar a Nador. Éramos seis amigos que viajábamos juntos en un grupo de unos cien. Eso fue en septiembre, me sentía mal, así que descansé unas semanas, e intenté pasar la verja. Al final lo conseguí», cuenta. El viaje de Peter Fussi fue aún peor. En su penúltimo salto se rompió un tobillo y se torció otro. La policía magrebí se lo llevó a Oujda. En cuanto se recuperó inició el camino de vuelta. «Me dolía mucho, pero seguí caminando. Nosotros no podemos coger coches ni autobuses. En el mejor de los casos no te llevan porque se buscan un problema de la policía. En el peor te denuncian. Así que hay que caminar», cuenta Peter, que también cruzó el pasado lunes. El refugio de la universidad Para los que viajan desde la frontera a Nador, Oujda no es más que una etapa en el camino. No se quedan mucho y prefieren dormir en el bosque antes que en la ciudad. Hay, sin embargo, un refugio seguro para ellos: la universidad. La autoridad allí es el rector, así que la policía no puede entrar si él no la llama. Desde hace cuatro años, algunos grupos de subsaharianos han tomado allí refugio para evitar su expulsión. Banga Bola es del Congo. Está sentado en las afueras del campus de Oujda con su mujer y su hija. Cuando llegó a Rabat desde Kinshasa pidió el estatuto de refugiado político. Tiene un papel del ACNUR que confirma que su solicitud, pero eso no le sirvió de mucho. Acabó con sus huesos en Oujda después de una redada de la policía en Rabat. No sabía a dónde ir, así que caminó hasta Melilla con su familia y se refugió en el bosque de Rostrogordo, otro de los campamentos habituales de los subsaharianos que esperan para cruzar la valla. «Sólo estuve allí una semana. No me animaba a saltar porque tengo una mujer y una hija. La policía nos detuvo y otra vez nos llevaron a Oujda. Después de eso volvimos allí». En la universidad, entre los escombros de obras futuras, hay varios grupos de subsaharianos: congoleños, liberianos, ghaneses y nigerianos, que según todos los testimonios recogidos, son los más problemáticos. «Mangonean a la gente, la atacan. Tienen armas. Siempre tenemos problemas con ellos», Batota Temfo Batos, otro congoleño. Él vino a Marruecos para trabajar. Nunca, asegura, quiso viajar a Europa. Su visado expiró y, en vez de permitirle volver a casa, lo expulsaron a Oujda tras una redada. Pasó incluso una semana en la cárcel. Entre los nigerianos destaca alguien a quien todos llaman «Papa». Es el jefe. Nos lo encontramos debajo de un árbol, tumbado con sus compañeros. Discuten los problemas de los recién llegados. «Aquí no vais a encontrar a los que intentan saltar la valla. Aquí viene la gente que quiere volver a su país y no encuentra la forma. Se esconden aquí para que no los expulsen a Oujda», dice.

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