Diario de León

De Bangladesh al Sáhara

Los dos últimos inmigrantes que han llegado a Bir Lehlu, el campamento del Frente Polisario, pagaron 12.000 dólares y terminaron abandonados en pleno desierto

Arif Hoshain y Amin Mandul, exhaustos después de caminar durante ocho días por el desierto

Arif Hoshain y Amin Mandul, exhaustos después de caminar durante ocho días por el desierto

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León

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Caminan con pasos cortos, lentos, cansinos. Arrastran los pies porque ya no pueden más. Se tambalean, como si se fueran a desplomar a cada paso. Los dos bangladeshíes han pasado ocho días con sus noches caminando por esta hamada saharaui, un infierno de piedras y arena que no da tregua al ser humano. El sol quema de día, hace escocer los ojos, abrasa en la cabeza. La noche y el viento hacen descender la temperatura de repente y el frío cala los huesos. No hay cobijo ni para el frío ni para el calor. Hace ocho días que los marroquíes les hicieron cruzar el muro que divide el Sáhara Occidental y les forzaron a caminar hacia delante. Hacia la nada inmensa del desierto. Hacia la muerte. Estos dos bangladeshíes son los últimos inmigrantes que han llegado a Bir Lehlu, el asentamiento del Frente Polisario donde los saharauis están reagrupando a los sin papeles que Marruecos ha abandonado a su suerte tras el muro. Se suman a los 95 subsaharianos que ya habían llegado en los últimos días. Pero ninguno de los africanos había pasado tanto tiempo en el desierto. Ninguno ha aparecido tan al borde de la muerte como ellos. «Tienen hipotermia. Su temperatura corporal no llega a los 35 grados», confirma el médico que los atiende. Su historia se parece a la de muchos otros asiáticos que utilizan Marruecos como trampolín para llegar a Europa. Víctimas de las mafias de la inmigración que les cobran y los abandonan a su suerte. Cuando la policía marroquí los detiene, no atiende a ra-zones. Se deshace de ellos a la primera oportunidad. «Pagué 12.000 dólares para venir aquí. Vendí mi tierra, lo único que tenía, para conseguir el di-nero. Tomé un vuelo en Bangladesh, hice escala en Doha (Qatar) y llegué a Casablanca. Allí nos esperaba alguien en un coche. Nos llevaron a una casa, no sé bien en dónde. No sé dónde estábamos. Me dejaron sin pasaporte, sin papeles. Tuve miedo y acudí a la policía. Les pedí por favor que me devolvieran a mi país, pero no me hicieron caso. Me pegaron un montón de patadas. Mira mi tobillo», cuenta Mohamed Arif Hoshain, mientras muestra una fuerte contusión. Él y Amin Mandul no pasaron mucho tiempo en Marruecos. Llegaron justo antes de que comenzara el Ramadán a principios de mes. Apenas cinco días después estaban camino del muro. «Nos abandonaron allí con dos botellas de agua. Se nos acabaron enseguida porque hacía mucho calor y teníamos mucha sed. Cuando estábamos a punto de morir encontramos una casa saharaui. Nos dieron de co-mer y de beber e iniciamos camino otra vez. Cuando el Polisario nos encontró sentí que volvía a nacer porque ya no nos quedaba agua. Yo no podía caminar más. Amin me ayudó, cargó conmigo. No quiso dejarme», cuenta con un hilo de voz. Y se calla. No puede más. Se tumba en el suelo y toma fuerzas. Llora... El testimonio de estos dos bangladeshíes prueba que las deportaciones por el muro son sistemásticas en Marruecos y que no entienden de nacionalidades, de razas y de fechas. Ahora, a Amin y a Mohamed, como a los 95 subsaharianos de Bir Lehlu, o los 22 que aparecieron en Mahriz, les espera un futuro incierto. La misión de la ONU en el Sáhara, la Minurso, es reacia a hacerse cargo de ellos porque no quiere molestar a Marruecos. El pasado tampoco les da muchas esperanzas. Cincuenta y seis compatriotas suyos fueron abandonados tras el muro hace seis meses. Diez murieron antes de que el Polisario los rescatara. Llevan medio año escuchando promesas de repatriación que nunca se cumplen. La última habla de un vuelo a casa para ellos a finales de noviembre. Sólo queda esperar. Paciencia, algo que los saharauis podrán enseñarles. Hace 30 años que esperan.

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