Retiraba las denuncias «porque me prometía que no volvería a hacerlo o me decía que me mataba, y por mis hijos»
«De los palos ya ni me acuerdo, pero el dolor psicológico no se me ha quitado»
Llegara a la hora que llegara Piedad tenía que estar esperándole. «-¿Qué te pongo de cenar, filete con patatas? -Es muy tarde para comerme todo eso. -Entonces, ¿te pongo leche con galletas? -Sí, leche con galletas.» Piedad lo prepara en la cocina, coge la bandeja y se lo lleva al salón. «-¡Vaya una cena!, ¡Tú eres una holgazana!, ¡Una puta!...» Piedad regresa a la cocina y prepara el filete con patatas. Cuando se lo lleva al salón el compañero, con quien mantiene ya 22 años de relación y tiene una hija menor, le tira la bandeja por los suelos. Ella, refugiada de nuevo en la cocina, estalla en una crisis. «Sólo decía: es malo, malo; es malo, malo... es malo, malo». Así se pasó toda la noche. Al día siguiente una sobrina la acompaña al médico. La enfermera ya estaba al tanto de lo que le pasaba a Piedad. «Me hacía preguntas cuando iba a por las recetas y más de una vez me dijo que lo dejara, pero yo nada; estaba atada económicamente -además de la hija con S. tiene otros cuatro hijos de su primer matrimonio- y si me ponía a trabajar iba y preparaba un expolio». De aquel día sólo recuerda que «me querían subir al psiquiátrico; no sé qué me ocurrió. Con las crisis que había tenido y los palos que me había dado, nunca me había pasado nada igual». Sin embargo, la trasladaron a un centro de emergencias para mujeres víctimas de malos tratos y después a la casa de acogida de la asociación Simone de Beauvoir en León. Hace un año que dejó la casa, aunque ella preferiría seguir viviendo en la casa, bajo el paraguas protector de la vida organizada, resuelta. Pero todo tiene un límite y a Piedad le toca ahora ajustar la vida por sí misma. Afortunadamente, reconoce, tiene casa propia, «vendí la que tenía en mi ciudad, de protección oficial» y sus hijos, excepto la menor, de 15 años, ya viven con autonomía aunque no sin problemas. Está en tratamiento psiquiátrico, pero rechaza el apoyo psicológico pese a las insistencias de las técnicas de la casa de acogida con quien mantiene contacto. Este rechazo es común en muchas de las mujeres que pasan por el centro de acogida, apunta la directora, Ana Cordero. A Piedad se le pasó un año entero en la casa de acogida empañada en lágrimas. Y ahora hay veces que aún no puede sujetar el llanto: «De los palos ya ni me acuerdo, pero el daño psicológico no se me ha quitado; los insultos, el desprecio a mis hijos, sobre todo a uno que era minusválido... Me siento culpable por lo que les ha pasado luego a mis hijos... Ya no tengo miedo, pero no tengo ilusión por nada». Lamenta no haber tomado antes la decisión final: «A quien le pase algo así que no espere a sacar a los hijos adelante; luego te encuentras, con mi edad, sin fuerzas y sin nada», agrega Piedad. Ahora sufre una depresión crónica. «El médico me ha dicho que tengo que convivir con ella porque es de muchos años y lo tengo ahí adentro», explica al justificar su rechazo al tratamiento psicológico. Todavía se ve como «una criada» pues ve reflejada la conducta de su ex compañero en la hija. «La niña vio siempre cómo le ponías las zapatillas y le pelabas la naranja...», le recuerdan. Piedad llegó a perder la custodia de su hija, pero la niña ha regresado con ella. La única vez que fue juzgado, el compañero fue absuelto: «Retiraba todas las denuncias porque me prometía que no lo volvía a hacer o me decía que si no las quitaba me mataba y en el único juicio que tuve no acudieron los testigos», aclara. No es la situación que tienen la mayoría de las mujeres que entran actualmente en las casas de acogida: «La mayoría ya vienen con orden de protección», reconoce la trabajadora social María Jesús Blanco.