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| Reportaje | La otra cara del paso a Europa |

Un largo viaje para acabar en el otro cementerio de Madrid

Casi todos los subsaharianos que mueren frente a las costas mauritanas en su travesía para llegar a Europa reciben sepultura en este campo santo musulmán de los arrabales de Nuadibú

La caja de un televisor enmarca la visión de una tumba con los restos de inmigrantes sin identificar

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efe | mauritania

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Casi todos los inmigrantes subsaharianos que mueren frente a las costas mauritanas en su travesía para llegar a Europa acaban en el cementerio de Madrid. Parece una paradoja, pero así se llama el camposanto musulmán de los arrabales de Nuadibú en el que reciben sepultura. Son cerca de setenta las tumbas que vemos en él de senegaleses, malienses y guineanos que perdieron la vida en cayuco. Aunque fatal fue su destino en el océano Atlántico, se puede decir que sus restos han tenido mejor suerte que los de otros inmigrantes. Hay más muertos, pero sus tumbas se cavaron en la arena del desierto. «Los mauritanos respetamos a los muertos y enterramos a todos por igual», afirma Mhamed Mohamed, «El Gjed», de 54 años, uno de los sepultureros de Nuadibú. «No hacemos distinciones y no es cierto que a los inmigrantes los echemos a los basureros», asegura. Los subsaharianos muertos que son enterrados en el cementerio de Madrid han tenido la suerte de llegar en buen estado y de ser identificados por familiares o amigos; a los del desierto nadie los ha reclamado y, además, llegaron a pedazos. Madrid es el último barrio al sur de Nuadibú. Debe su nombre a la cooperación española, a los proyectos de desarrollo que se llevan a cabo aquí, como el centro «Hay Madrid», que recoge a madres solteras y a sus chiquillos, quienes se desviven por saludar al visitante. El cementerio de Madrid es como un campo de fútbol de grande, construido hace tres o cuatro años; lo hicieron porque en el camposanto viejo, dentro de Nuadibú, no queda sitio para nadie. La mayoría de las tumbas de los inmigrantes muertos se identifican porque carecen de nombre, muy pocas sí. En Madrid no hay lápidas ni flores. Es un cementerio musulmán y las cosas son distintas: las tumbas son montones de piedra arenisca y las lápidas pequeñas placas hechas con materiales de construcción, e incluso de madera. El fuerte viento del sur no deja olores, sólo arena en la boca y la nariz. Los mauritanos dicen que todos los muertos, ya sean compatriotas o inmigrantes, reciben sepultura con el mismo tratamiento, según la religión islámica. A los inmigrantes muertos que «aparecen en la mar, o son arrastrados a la playa en buen estado, les hacen lo mismo que a la gente de aquí; los lavan, los perfuman, los envuelven en sábanas y los entierran», dice otro sepulturero compañero de El Gjed. «A los que vienen en mal estado y no tienen familiares, los entierran en otra parte», asegura. Cuando la guardiamarina mauritana encuentra un cadáver, lo traslada a las dependencias que el ayuntamiento de Nuadibú tiene para diversos servicios municipales: desde urbanismo al servicio de limpieza y enterramiento. En el cementerio de Madrid asistimos al sepelio de un mauritano musulmán; hemos formado parte de su comitiva fúnebre y nos advierten de que no hagamos fotografías. Tardan casi una hora en cavar la tumba; les cuesta romper las piedras del suelo a golpes con grandes barras de hierro. Tras ello, recorremos en todoterreno las dunas de arena y matorral de una zona desértica del barrio de Los Números, junto al de Madrid. Buscamos las tumbas de nueve inmigrantes cuyos cadáveres aparecieron destrozados en las playas de Cansado y Lagüera, entre Mauritania y el Sáhara Occidental. Sería imposible encontrarlas si no fuéramos acompañados del hombre que las cavó. Entre entierro y entierro, El Gjed se presta a acompañarnos, junto a otro compañero, y dirige nuestros pasos por el desierto. En el páramo, señala un túmulo de piedras. Allí hay cinco enterrados, el último hace dos días, bajo un pequeño muro natural y entre arena y algunos matorrales. No es un vertedero. «Llegaron en pésimas condiciones estos cuerpos; sus ojos se los habían comido los peces, les faltaban los dientes, tenían los cuerpos muy deteriorados», recuerda el enterrador. A estos muertos los sepultan de noche, cuando llegan. Dicen que no se puede esperar más tiempo. «Pido mucho perdón a Dios, pero lo hago como si enterrara a un hijo, a un familiar. Todo lo hago con cariño», afirma con sinceridad El Gjed. Cerca de allí, en una zona de vertedero, hay cavadas otras cuatro tumbas más. Llevan más tiempo y el desierto comienza a borrar su rastro; en cambio, muy próxima a ellas, la caja vacía de un televisor resiste a la voracidad de la arena. Dice El Gjed que los entierra en el desierto porque es más fácil de cavar. «Por la noche somos pocos trabajando y cavar uno sólo una tumba en el cementerio de Madrid cuesta mucho. Aquí, en la arena, es más fácil». Al enterrador le duele lo que ocurre con los inmigrantes.

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