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Una crispación de gripe aviar

Roca ve una España más feliz de lo que creen los políticos

Roca ve una España más feliz de lo que creen los políticos

Publicado por
Manuel Campo Vidal
León

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La serenidad popular con que se ha encajado el brote de gripe aviar de la peor variante del virus debe su origen al duro entrenamiento con que la política cotidiana somete a la opinión pública. La crispación política española vivida a diario a cuenta de cualquier cosa sorprende a los extranjeros. El pasado jueves, en una fiesta celebrada en el hipódromo de Madrid, que contaba con una representación de empresarios franceses en España, se comentaba con cierta alarma el enfrentamiento político español sin que se detectaran razones de peso para justificarlo. Francia, que fue capaz de vivir una cohabitación política, con un presidente de la República y un primer ministro de signo político opuesto, no entiende la ferocidad de la política española que, si acaso, sólo se relaciona con los pasajes más cainitas de nuestra historia contemporánea. Hasta en México, que acaba de encontrarse con el país dividido en dos mitades por efecto electoral, el nuevo presidente, Felipe Calderón, ha interpretado que «los ciudadanos nos han dicho a los políticos del PAN, del PRD y el PRI, de forma contundente, 'pónganse de acuerdo'». Algo así es impensable en España, incluso cuando se negocia el fin de ETA, un azote iniciado hace 45 años. Independientemente del resultado final de tan delicado empeño, su primer paso, el encuentro de dirigentes del Partido Socialista Vasco y de políticos del entorno etarra, ha servido para el enfrentamiento dialéctico más duro entre el líder de la oposición y el Gobierno. A las declaraciones de Mariano Rajoy afirmando que «el presidente del Gobierno no representa ni al Estado ni al conjunto de los españoles», replicó la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega con que «Rajoy, con esas declaraciones, negando legitimidad a un presidente elegido por más de 11 millones de españoles y que tiene el apoyo de los demás grupos, excepto el PP, se sitúa al margen del sistema democrático». Esa división profunda, militante, sin margen para intentar un eventual dialogo entre los grandes partidos, se extiende peligrosamente a las instituciones. Véase el ejemplo de la Justicia, o de la mismísima Iglesia católica en la que algunos prelados apuestan por el proceso de paz y otros promueven un manifiesto por la unidad de España, dando por sentado que está en peligro. Los excesos verbales y la pérdida de formas son tan frecuentes que hay motivos para la alarma. El alineamiento de los medios de comunicación, especialmente en Madrid, informa eficazmente de esa división. Cualquier excusa vale. El desgraciado accidente de esta semana en el Metro de Valencia se ha incardinado en la batalla política valenciana siempre agria. Los socialistas valencianos, con escasas posibilidades de recuperar la Generalitat y el Ayuntamiento de la ciudad, a pesar de la candidata Carmen Alborch, han visto en esa catástrofe un asidero para culpar a la gestión popular de los transportes públicos. La polémica ha consumido ya varias etapas, y el PP valenciano acusa, como respuesta, a los socialistas de haber diseñado la curva fatídica. Hasta encausar al inventor del tren quedan aún varias estaciones, pero lo mas probable es que se recorran. Frente a esa crispación, afortunadamente, la ciudadanía resiste, al menos de momento. Recordemos que Miquel Roca lo retrató bien al recibir el Premio Tribuna, de la Asociación de Periodistas Parlamentarios: «El país está mas feliz de lo que creen los políticos». Basta, para comprobarlo, hablar con la gente y, sobre todo, salir de Madrid. En la capital hay una especie de burbuja que amplifica los problemas, las declaraciones, los gestos. Cualquier discrepancia parece un desafío. No hay término medio posible y los viejos militantes de UCD, desaparecido su fundador, Adolfo Suárez, terminaron por alinearse en el PSOE, de la mano de Francisco Fernández Ordóñez, o en el PP, la mayoría. Incluso en el interior del Partido Popular, los antiguos ucedistas han terminado por diluirse, salvo los que han adoptado las posiciones más duras. De la distancia entre la voluntad de concordia de la ciudadanía y la lucha fratricida en la élite política ha dado síntomas incluso el Mundial de Fútbol. Para sorpresa de todos, la opinión pública se entusiasmó por su cuenta con las posibilidades de la selección española, como necesitada de unirse en torno a una ilusión común. Ciertamente, los futbolistas no habían dado motivos para la euforia en la fase clasificatoria o de preparación y, sin embargo, hubo una sensación de que se llegaría lejos, quizás porque había necesidad de hacer algo grande juntos. Este país nunca ha sido Portugal desde el punto de vista de la unanimidad nacional. El espectáculo de cualquier ciudad lusa, repleta de banderas del país en balcones y ventanas hasta su eliminación por Francia, era poco menos que envidiable. Algunas publicaciones, como el semanario Expresso , entregaban, junto con el ejemplar, la enseña nacional. En España algo así es impensable y se hubiera desestimado por el inconveniente de acompañar la bandera nacional con señeras en Cataluña, ikurriñas en el País Vasco... Aun con esas particularidades, la ciudadanía celebra cualquier proyecto común mucho más que la miseria con que la cúpula política calcula a quien beneficiará electoralmente un eventual éxito colectivo, deportivo o de Estado, como el que nos ocupa.

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