¿Quién educa a quién?

La educación, sí, pero esta vez no para los habitantes de zonas en vías de desarrollo, sino para los que viven en la sociedad del Bienestar. Mientras los mal llamados «necesitados» adolecen de recursos, los mal llamados «desarrollados» adolecen de instrucción en valores, la mina estéril del siglo XXI. Y es que mientras el Norte se preocupa del desarrollo tecnológico, arrincona la enseñanza de disciplinas «humanas» como la Historia y la Filosofía que son la madre y el padre de la conciencia. Y así van las cosas. El inmovilismo social preña la desidia institucional y le hace unos bastardos bautizados en conferencias, comprometidos con los medios y el qué dirán. En una sociedad que estima la evolución con una calculadora no da réditos la ayuda humanitaria. Y menos para favorecer a los que se mueren de hambre detrás del televisor, que están muy lejos y además no votan. Las cosas como son. Es por eso que llama la atención lo siguiente: «Cuando vamos a esos países volvemos con la sensación de traernos más de lo que nosotros dejamos allí». La frase se hace estribillo en cada conversación con voluntarios y cooperantes, y pone la mosca en la oreja sobre quién enseña a quién. El inmovilismo y la comodidad, como toda infección, tiene su germen, y este eclosiona desde la base, desde el momento en el que una persona cifra su éxito en tantos adelantos técnicos, un chalé en la montaña y un coche de 24.000 euros, y no en leer, ver y conocer. Es por eso que los que no tienen nada nos dan clases de moralidad, y a menudo de Historia y Filosofía. Pero el principal problema no es ese, sino el contagio del virus. Porque si el padre estimó su porvenir y realización en un vivir holgado y sin preocupaciones, también inculcará esa idea de porvenir a su criatura, a la que a buen seguro importará bastante poco lo que suceda en Mozambique. Luego no es de extrañar que 40 millones de personas coman tranquilamente frente a un tsunami y encima comenten la jugada.