«Tengo 25 contratos con gente que trabaja a aguja, pura artesanía para competir»
Santiago Geijo Quintana, otro empresario textil del Val recuerda todavía los buenos y viejos tiempos en que llovían a manta los pedidos de mantas del ejército, valga la redundancia, a mediados de los años cincuenta, cuando se trabajaba a turnos para cubrir la demanda «y no había tiempos muertos». La aparición de otras materias primas sustitutivas de la lana acabó con aquello «y ahora, además de las alfombras, que ya hacíamos entonces, nos dedicamos a hacer también chaquetas, mantas, pero de viaje, calcetines, jerseis y cualquier cosa que nos encargen, todo de lana y a mano con algo de algodón, pero artesanía pura y dura». Al igual que otros colegas de su pueblo, Geijo vende directamente lo que produce en una tienda propia para turistas o en mercados próximos a la provincia. La distribución no puede seguir los canales convencionales y, menos aún, llegar a las grandes superficies comerciales porque ni tiene capacidad de producción suficiente ni podría soportar los costosos márgenes de los intermediarios. «Competimos en calidad, no en precio, y por proximidad, los únicos que podrían restarnos clientela de artesanía serían los portugueses», que quedan relativamente cerca detrás de la zamorana Sanabria. Geijo tiene a su familia trabajando en la empresa y, a mayores, contratos de suministro con más de una veintena de mujeres de la zona que tejen a mano y aguja las prendas que él vende y a las que no puede sacar «por un jersey, digamos, no más de 45 o 50 euros». Como economía familiar funciona, pero no da para más, como cuando «las abuelas trabajaban en el campo y luego hacían mantas».