Diario de León

El hijo del tendero montó la tienda

Resucitado de mil batallas desde que Morano le dio la alternativa política, litigante y polemista por vocación, se somete una vez más al dictamen de los votos y las urnas Más de 20 años

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A. Caballero - león
León

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No sabe cómo empezó a correr, pero todavía no ha parado. Ahora, el fondista, que sabe que sus cualidades siempre fueron de sprinter ?explosión, ingenio, maniobra corta, golpe de riñón y pecho fuera? se encuentra una vez más en la encrucijada que ha marcado su carrera: seguir contra todo o seguir ante todo. Ya no están los grises, ni es 1970, ni la Complutense es la misma, y sabe de sobra ?siempre lo supo, porque de los cantautores sólo se quedó con el hecho de que lo mejor es hacer música y letra uno mismo? que debajo de los adoquines de la calle Ancha no hay arena de playa, sino grijo, por el que se cuela todo el agua que no se cansa de oír llover. Van tantos inviernos que el paraguas parece cada vez más pequeño, pero todavía no cala. Y ante la misma intemperie se encuentra una vez más José María Rodríguez de Francisco (Vega de Infanzones, 1950) con la espada en posición de en guardia, resucitado de todas las batallas, después de que unas veces haya tirado de florete con artes de Don Juan Tenorio ?hay algún muerto todavía que goza de buena salud? y en otras ocasiones haya dejado a más de un pisaverde con dos palmos de toledana en medio de una encamisada. Gajes del oficio, sea el que sea. El caso es que el guaje de Enrique el tendero de Vega siempre acumuló reticencia a las normas. Prefirió hacer códigos propios y encontró un espacio, entre el cerebro y el músculo, por el que revertir la orden que le llegaba de fuera. «Venían las paisanas a la tienda, me pedían cuarto de kilo de escabeche y yo les daba trescientos gramos», rememora, como prólogo para dar cuerda a su afición a la autobiografía y construirse un eslogan en el que estirarse a su gusto y que no le tire la sisa: «Es mi sino, dar más de lo que puedo y debo para servir a los demás». El destino del que se precia se le apareció un día en forma de Morano. «¿Quieres ir de siete?», le ofreció el entonces abanderado de la independencia leonesista; el mismo que años más tarde, cuando tocó partir la herencia, le avisó desde la puerta de entrada al PP: «Vendrás a pedirme árnica». «Y tú me la darás, porque eres amigo mío», le retó, con ese deje entre irónico y chulesco con el que envenena sus discurso más emotivos. «Si te mira a los ojos mientras te habla, estás perdido», reconoce uno de sus colaboradores más cercanos, con los que guarda una relación paternofilial en la que expande toda su humanidad: da todo de sí, pero si se transgrede su criterio de la lealtad desaparece con la misma rapidez lo ofrendado. Esa tendencia a la ciclotimia ha conseguido que en su currículum de afectos suceda lo que en una tarde de toros de la Maestranza con Curro Romero: unos le quieren hasta el enamoramiento, pese a que los muletazos sean sólo trastaleo, y otros no son capaces de aplaudir una faena, aunque el mihura mismo saque el pañuelo blanco. Con dos hijos y dos matrimonios, sus adversarios políticos ?que son todos? sufren idéntica situación al ponerse frente a él que los letrados que tenían que litigar en la parte contraria. «Preparabas el juicio, discurría a favor de tu cliente, mantenías la línea y, cuando no le quedaba otra cosa detrás que la pared, cambiaba por completo su argumento y se llevaba el gato al agua», relata un colega que tuvo que sufrir a uno de los abogados más brillantes de su promoción, quien se fue hacia la política y aún no ha vuelto. Corre el 2007, mismo sitio de partida... No se sabe a dónde llegará.

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