Diario de León

La antropología certifica que las taras físicas atribuidas a Enrique de Castilla eran en realidad defectos de su padre

Un estudio leonés cuestiona toda la historia oficial de Isabel I y Enrique IV

El profesor Luis Caro ha realizado por primera vez el retrato físico de un rey

Imagen de la Cartuja de Miraflores, donde se encuentran los restos reales

Imagen de la Cartuja de Miraflores, donde se encuentran los restos reales

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Cristina Fanjul - león
León

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La investigación científica reescribe la historia seis siglos después. Las vidas de los padres de la Reina Isabel y cómo su rol en el tablero de Castilla cambiaron la historia de España han dado un giro en más de un aspecto a la historiografía oficial. Y todo gracias a una investigación multidisciplinar que ha coordinado el profesor de Antropología Física de la Universidad de León, Luis Caro. La historia comenzó con el plan de restauración de la Cartuja de Miraflores, en Burgos, donde Isabel I mandó construir el panteón para sus padres, los reyes Juan II e Isabel de Portugal, y su hermano, el infante rey Alfonso, fallecido de manera prematura a la edad de quince años. Con motivo de este proyecto, la Junta encargó a Luis Caro el estudio de los restos reales con el fin de descubrir si la historia oficial respondía a la que descansa bajo el conjunto escultórico creado por Gil de Siloé. El profesor de Antropología Física de la Universidad de León, Luis Caro, se encargó, junto a María Edén Fernández, del estudio antropológico de los huesos, mientras que el análisis genético se encargó al Instituto Toxicológico de Madrid y a la Universidad del País Vasco. Tres reyes Para empezar, la investigación ha certificado que los cuerpos que descansan en el templo cartujo son realmente los que pertenecieron a los tres personajes citados. Así lo ha demostrado el estudio genético, que ha probado que los restos de Alfonso tienen el mismo ADN mitocondrial que los huesos de la mujer enterrada junto a Juan II. Llegados a este punto, es hora de recordar la historia. Estamos en el siglo XV, en una encrucijada cuya solución puede llevar a España a encaminarse hacia futuros diametralmente distintos. Al morir Juan II, sube al trono el que reinará como Enrique IV, hijo de Juan y de María de Aragón. Tras un matrimonio anulado por el Papa -el enlace no llegó a consumarse- contrae segundas nupcias con Juana de Portugal. De este enlace nacería Juana, apodada para siempre la Beltraneja, por la creencia -apoyada en la cacareada impotencia del rey- de que era, en realidad, hija de Beltrán de la Cueva. Ante la insistencia de la nobleza, Enrique IV acepta nombrar heredero a su hermano, el infante rey Alfonso, cuyo ordinal, según muchos historiadores habría sido XII, hecho que modificaría el nombramiento de los siguientes monarcas de este nombre. Tras la muerte de éste (muerte cuya causa se desconoce) Enrique firma con su hermanastra Isabel el Tratado de los Toros de Guisando, según el cual nombrará heredera a Isabel, dejando a su hija Juana fuera de la sucesión. A cambio, la futura reina se compromete a no casarse sin la aprobación del rey. Pasa el tiempo y llegamos a 1469, año en el que Isabel contrae matrimonio secreto con Fernando de Aragón. Enrique considera roto el acuerdo y proclama a Juana heredera al trono. Su muerte provoca la guerra civil entre los partidarios de Isabel y Juana, guerra cuya suerte se decidirá en la batalla de Toro el 1 de marzo de 1475. Detrás de estos veinte años de historia subyacen intrigas, conjuras palaciegas, conspiraciones y, tal vez, asesinatos. En este punto, hay que destacar cómo Antonio Gala asegura en su último libro, El pedestal de las estatuas , que Isabel envenenó a su hermano Alfonso con el fin de allanar su camino hacia el trono. Otros muchos creen que los culpables fueron los partidarios del rey. El hecho cierto es que el infante Alfonso murió en un periodo de cinco días en pleno enfrentamiento con su hermano Enrique. El infante Alfonso, que se encuentra refugiado en la provincia de Ávila, muere en la ciudad de Cardeñosa a los 14 años de edad. En principio se quiso achacar su muerte a la peste, pero el médico que estudia el cadáver acabó con las sospechas: «Ninguna señal de pestilencia en él apareció». El caso cierto es que los análisis toxicológicos practicados en los restos de Alfonso no revelan existencia de sustancia alguna que pueda confirmar que murió envenenado. No obstante, no se puede asegurar que su muerte se debiera a causas naturales, puesto que los restos se encontraban en un ataúd afectado por la humedad, el mayor enemigo para la conservación de los restos, y, además, podría haberse tratado de un veneno indetectable. Por lo tanto, el caso sigue abierto. El cráneo de un rey Por eso, el meollo de la investigación se encuentra en el estudio de Juan II, hallado prácticamente entero, lo que ha permitido estudiar por primera vez los rasgos anatómicos y antropológicos de un rey, su retrato físico. Hay que subrayar que el cuerpo del monarca se encontró en una urna de madera en la cripta, si bien siempre estuvo bien aislado y ventilado, por lo que su estado fue mucho mejor que el de su hijo Alfonso. Además, junto a su cuerpo se encontraron restos muy fragmentarios de otra persona (Isabel de Portugal), junto a un lápiz de carpintero y huesos de jabalí. Se sabe que, al igual que ocurrió en el Panteón Real de San Isidoro, la Cartuja de Miraflores resultó asaltada por las tropas francesas, que profanaron las tumbas reales y robaron lo que allí pudieron encontrar. De ahí que los restos de la reina Isabel de Portugal hayan sido mutilados. ¿De quién era ese rostro? Las crónicas siempre han descrito a Enrique IV como un hombre terriblemente feo. Los historiadores no ahorraron descalificaciones para dibujar la apariencia física y el espíritu moral del hermanastro de Isabel. Así le describía, por ejemplo, el cronista y escritor del siglo XV Alonso de Palencia: «Sus ojos feroces, de un color que ya por sí demostraba crueldad, siempre inquietos en el mirar, revelaban con su movilidad excesiva la suspicacia o la amenaza; la nariz deforme, aplastada, rota en su mitad a consecuencia de una caída que sufrió en la niñez, le daba gran semejanza con el mono; ninguna gracia prestaban a la boca sus delgados labios; afeaban el rostro los anchos pómulos, y la barba, larga y saliente, hacía parecer cóncavo el perfil de a cara, cual si se hubiese arrancado algo de su centro». Pasemos ahora a lo que el estudio antropológico ha descubierto. Según los antropólogos Luis Caro y María Edén Fernández, el análisis del cráneo de Juan II demuestra que Juan II tenía la cara ligeramente torcida hacia el lado izquierdo. Tenía la cara alta y no muy ancha, así como una nariz grande y de gran jiba, junto unos senos maxilares inflamados alrededor de la nariz, en particular el izquierdo. Sin embargo, lo más característico de la cara de Juan II es su nariz deforme a consecuencia de un traumatismo ocurrido en su infancia, que provocó la desviación del tabique nasal hacia el lado izquierdo y una laterorrinia externa del apéndice nasal hacia el lado derecho. Se puede decir que este aspecto facial es característico y define la cara de Juan II. La lesión ha tenido consecuencias en cuanto al desarrollo interno de los cornetes nasales, impidiéndole respirar con normalidad por la nariz y afectó también al desarrollo facial izquierdo, que presenta hipoplasia. Fracturas Un segundo hecho importante es la fractura de su escápula izquierda, ocurrida cuando era adulto. Esta rotura no fue corregida y le dejó secuelas de por vida, secuelas que afectaron a la movilidad del hombro y brazo izquierdo, lo que le obligó a ser diestro funcional. Junto a estos, Juan II presenta un tercer defecto que afecta al sacro, como resultado de una variabilidad anatómica congénita denominada enderezamiento del sacro, consistente tanto en la disminución de la cifosis sacra, como del ángulo lumbosacro. En una palabra, este defecto le habría impedido sentarse correctamente. Asimismo, el estudio antropológico muestra que el rey fue muy alto (1,79 centímetros) y su defunción ocurrió a una edad entre los 47 y los 50 años. No existen indicios claros que puedan señalar la causa, pero puede afirmarse que se trató de un proceso agudo, no crónico, y que, por tanto, no dejó evidencia en los huesos. Poco más puede precisarse acerca de su muerte, si bien las crónicas señalan que padeció fiebres cuartanas dobles (malaria), que le dejaron grandes secuelas. Aunque se recuperó, murió finalmente en Valladolid el 22 de julio de 1454 con 49 años, desde donde fue llevado a Miraflores. El infante rey En el caso del infante rey Alfonso, las conclusiones de Luis Caro subrayan la coincidencia de los hechos históricos y del análisis antropológico. Así, el estudio precisa que al morir tenía una estatura estimada de 1,65 centímetros, muy alta para su edad, por lo que, en edad adulta, podría haber alcanzado los 180 centímetros. El cráneo estaba destruido, desintegrado, debido a las malas condiciones del enterramiento. El hecho de que los restos se encuentren en su enterramiento original permitió recuperar, no obstante, numerosas piezas esqueléticas que, de otro modo, se habrían perdido en sucesivas reducciones de restos o por cambios de lugar. Estas pequeñas piezas son las que permitieron definir la edad, el sexo y la estatura con gran precisión, con lo que está fuera de toda duda que se trata de Alfonso de Trastámara. Luis Caro destaca que existe un hecho sobresaliente y misterioso: la existencia en el sarcófago de un dedo gordo del pie perteneciente a una mujer adulta cuya procedencia resulta, al menos de momento, imposible.

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