Diario de León
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León

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Yo siempre creí que Antonio Pereira era inmortal, que eso de su delicada salud era una especie de leyenda, una pose literaria, tal vez. A veces nos reímos, él y yo, hablando de eso. Pero hoy me llaman y me dicen que ha muerto. Que se ha muerto Pereira: el padre y el abuelo literario de tantos escritores. ¡Pues yo no me lo creo! Como mucho se habrá ido de viaje a cualquier lugar más o menos exótico. A pesar de que pocos lugares exóticos quedan ya. «Hace tiempo que no viajo», me dijo el otro día, por teléfono. A buen seguro de que le han entrado ganas de visitar de nuevo alguno de aquellos países, para escribir un cuento. Acaso la India. O Nepal. Ya me lo imagino con su bastón, paseando por Daksin Kali con aquel nepalí que es el vivo retrato del señor Adolfo, el de Ambasmestas. Tal vez haya ido a Rusia, que ahora está muy cambiada y ya no es la URSS. O Noruega. ¡Eso es, Noruega! Habrá ido en busca de aquella cristalería (¿o era una vajilla?) que compró Úrsula y que al final acabó extraviándose. Probablemente, haya cogido un tren. ¡Le gusta tanto viajar en tren! Y, cuando pase por alguna ciudad que sea sede episcopal, el maquinista hará sonar en su honor el famoso «toque de obispo». Pero ahora lo que suena es el teléfono. Y me cuentan no sé qué historia sobre el repentino fallecimiento de Antonio Pereira. ¡Bah! ¡Cómo si fuera tan fácil morirse! ¡Ya sé! Antonio andará por ahí con Borges, urdiendo tramas en el interior de algún laberinto. ¡Vaya dos!

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