Extraordinaria vacuidad

La premisa es ciertamente atractiva. Alan Quatermann, el mítico expedicionario al que en esta ocasión da vida Sean Connery, lidera un curioso grupo humano (o no) que tiene como sencilla y única misión salvar a la humanidad; una labor que, parece, comienza a ser obligatoria en cualquier cinta de aventuras que se precie. Nada menos que Tom Sawyer, el hombre invisible, el capitán Nemo, la novia de Drácula, el doctor Jeckyll y Dorian Gray, coinciden en una propuesta fílmica que nada más comenzar hace aguas por todas partes. Tras un magnífico prólogo de presentación de los personajes, lo mejor de la película, comenzamos a asistir a un espectacular despliegue de efectos especiales que, literalmente, tapa la propia historia. Comienza a ser preocupante esta absurda tendencia de cargar las tintas en el aspecto puramente visual de las historias en detrimento de la propia narración. De nada sirve una esplendorosa producción, con cuidada ambientación y magnífica dirección artística, si no se nos cuenta nada. El argumento de La liga de los hombres extraordinarios es tan pueril como un episodio de Barrio Sésamo; los malos son muy malos, los buenos lo son más, y el patio de butacas bosteza esperando la próxima pelea o la inminente explosión. Hasta Connery, actor de reconocida solvencia, parece una caricatura de si mismo encarnando a un talludito Indiana Jones empeñado en superar viejos traumas personales. Tan sólo la estimulante presencia de Peta Wilson, la inolvidable Nikkita televisiva, aporta las necesarias dosis de glamour y misterio en una historia que promete más de lo que ofrece. Una vez más, confunden la gimnasia con la magnesia.