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Un instante en el concierto ofrecido por la Orquesta Filarmónica de Lieja

Publicado por
Miguel Ángel Nepomuceno
León

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Pocas veces hemos tenido la oportunidad de asistir a un concierto como el que ofreció la Orquesta Filarmónica de Lieja, con un programa en el que virtuosismo y técnica se alternaban sin descanso a lo largo de casi dos horas de música de alta escuela.  Habituados como estamos a escuchar esa música enlatada servida por formaciones apoyadas en los más despiadados hallazgos técno-acústicos , escuchar un sonido como el que Belkin extrajo a su stradivarius es otro cantar. De ello dio muestra en el concierto de Tchaikovsky donde desplegó un vitalismo contagioso y nada sonó monótono o rutinario. Belkin no es un intérprete al uso de sonidos amables, sino un músico sobrio que experimenta con el color y la armonía. Los tempi que eligió puede que en ocasiones se excedan en «ralentandos» y «acelerandos», pero la cuerda  tiene el sonido dulce y la textura adecuada, muy lejana a la de otros intérpretes más pesantes y menos naturales. El arco de Belkin está lleno de fantasía e imaginación, y el sonido que arranca al instrumento es de una carnosidad fuera de cualquier comparación. Pudimos comprobar su virtuosismo en ese Allegro moderato de otra dimensión con triples cuerdas, grandes intervalos y ritmos con puntillos. Así, tras el lírico concierto, llegó la siempre impactante Sinfonía nº11 de Sostakovich. Con una duración gigantesca, de casi una hora, mostró la capacidad comunicativa de la formación belga para llegar al oyente con unas dinámicas sobrecogedoras, un viento estremecedor y una cuerda deslumbrante. Todo en esta sinfonía resultó conmovedor y sugerente. La dirección de Langree soberbia y puntillosa. Inolvidable. 

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