| Crítica | Arte |
Paisaje interior atrapado
El informalismo estableció como premisas el vuelco del mundo interior del artista sobre el lienzo a través de una serie de gestos y signos en combinación con la importancia y la primacía del color como fuente de expresión. Mon Montoya participa de estos principios, pero en cierto modo les da una vuelta de tuerca. Su búsqueda va más encaminada a la sistematización de los signos -que sin duda son reflejo de sus pasiones- pero también un intento de equiparar su mundo personal a un absoluto pictórico. Desarrolla, por tanto, obras que aluden a un cierto orden en el caos ya que sus gestos se repiten obsesivamente. Es como si quisiera ofrecer la parte consciente de la espontaneidad. Todo ello queda redondeado por colores que unifican el resultado final de cada una de sus obras. Cada cuadro es un mundo propio que repite gestos y que sólo el color es capaz de distinguir, puesto que las formas, aun apareciendo caóticas, podrían ser intercambiadas sin alterar el sentido final y su capacidad evocadora. Esa aparente paradoja que supone pretender sistematizar la expresión gestual de la vida interior del artista tiene una justificación en Montoya y es que su intención última va encaminada a una reflexión profunda sobre el hecho pictórico. Sin alejarse de sí mismo, sus obsesiones están más cerca de la pintura y su problemática que de la idea de cómo la pintura puede ser vehículo de expresión interior. Una alternativa interesante sería Emilio Vedova, artista comprometido con su pintura no sólo socialmente sino como reflejo de su propia violencia interior, partícipe y constructor del informalismo europeo. Las obras de la última etapa aparecen más espontáneas y expresivas, el gesto más abrupto. Son contrapunto final donde, sin abandonar la coherencia de su poderosa poética, abren una puerta al gesto incontrolable.