| Crítica | Cine |
El deseo y la aventura
Como a Peter Jackson, la primera vez que se nos abrieron los ojos más allá de la razón fue con el King Kong de 1933. Corrían mediados los años sesenta y aún había sitio en los cines para las reposiciones y para las películas en blanco y negro. Después de esa primera vez, quedamos conmocionados y sedientos, como niños que descubren por sorpresa, como debe ser, la fuerza perturbadora del cine. King Kong lo tenía todo. Y lo sigue teniendo hoy en esta versión que dignifica hasta límites insospechados un cine comercial adocenado y muerto. Esta película no es sólo la mejor que haya hecho Peter Jackson hasta la fecha, es, sin dudarlo, la más redonda y adulta salida de las entrañas de la industria pura y dura de los últimos 30 años. Una obra maestra que, como diría un viejo cineasta ya muerto, destila humor, erotismo, emoción y acción: en una palabra aventura. Aún hay esperanza. Este Kong está tan humanizado y es tan virulento a nivel realista que sobrepasa los límites aceptables para cualquier papá conservador. Es violento, terrorífico, seco y audazmente carnal. Los efectos especiales, como en aquella tosca y artesanal animación de los treinta, filmada fotograma a fotograma, caminan de la mano del vértigo creativo. Sin duda, toda una novedad: que el ruido de la paleta virtual nos haga vibrar, especialmente en el dantesco desfiladero de los insectos gigantes o en la pelea de Kong con los tres saurios. Y está, por encima de todo, la historia de amor imposible. La chica que actuaba para el miserable vodevil de la Depresión, lo hace ahora para el gran mono Kong; se ofrece juguete activo para sus manazas. Y esa ascesis es digna del más grande éxtasis barroco. Naomi Watts nunca estuvo mejor que en este martirio amoroso, mirando más allá de la cámara, donde los grandes ojos del deseo son una pantalla de chroma. KING KONG: EE.UU.-Nueva Zelanda. Director: Peter Jackson. Intérpretes: Naomi Watts, Adrien Brody, Jack Black. Duración: 178 minutos.