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Imagen de una de las escenas de la película de Spielberg

León

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Entiendo que debe ser difícil hacerse perdonar la condición de judío; el discurso sobre el pueblo deicida ha sido interiorizado de tal manera que cualquier cosa que huela a defensa de la causa sionista es tachada de fascista. Por eso resulta tan triste la película de Spielberg. Munich no es, como el director ha proclamado, una oración para la paz. Servirse de la tibieza para construir un argumento en su defensa no es un buen método. Comienza la película con la descripción del asesinato de los atletas judíos por parte de los terroristas de Septiembre negro (grupo que surge -no lo olvidemos- tras la matanza de miles de palestinos por parte del ejército jordano) en las Olimpiadas de Munich. Se nota que Spielberg no quiere cargar las tintas en torno a la barbarie de los asesinos. Desde el principio queda claro que la equidistancia va a ser la regla del juego. Casi no nos permite verles el rostro y cuando nos lo muestra lo hace para hacernos sentir que los criminales se encuentran igual de perdidos que nosotros, nos transmite la sensación de que no son responsables de lo que hacen, de que son meros títeres, de que no son ellos los que despedazan a los atletas indefensos. En una palabra, iguala al asesino y al asesinado. Ambos son víctimas. Golda Meir, ejemplo de compromiso, valor y dignidad, aparece como una líder inmoral -«toda civilización tiene que hacer transacciones con sus valores»- y cobarde (qué triste la acusación de que no acudió a los funerales de los deportistas por miedo a ser abucheada). A medida que el personaje principal (Avner) va apartándose de su país, el director le insufla cual Yaveh el alma de la moralidad y la sabiduría. La conclusión es clara: no merece la pena que Israel siga luchando por existir. Es mejor claudicar, desaparecer. Los judíos tienen que volver a esconderse, como siempre. La defensa no es un bien moral. Por eso, al final, el jefe del comando del Mosad termina en Brooklyn. Spielberg prefiere que Israel siga siendo una idea, un sentimiento, un poema a la diáspora, una imagen difuminada y perdida, un acicate para la nostalgia. Este es todo el derecho al que debe aspirar un judío. Termina la película con una reflexión en torno a la guerra actual contra el terrorismo y al ataque en las Torres Gemelas. Avner se aleja decepcionado con su país, con el hilo argumental de su vida, y, mientras nos obligan a masticar la traición, lo que vemos es una premonición: el reflejo del World Trade Center. Como una Casandra que juega con las cartas trucadas, Spielberg borra de la conciencia del espectador las escasas dudas que pudieran quedarle. La delgada línea roja se vuelve demasiado gruesa: El terror sólo lleva al terror, y la escalada en un mundo regido por el ojo por ojo tiene consecuencias trágicas. Qué argumento tan fácil es éste, y qué sorprendente que lo realice un miembro de la única comunidad que estuvo a punto de ser exterminada mientras la civilización miraba hacia otro lado. Cuando los judíos no contestaron estuvieron a punto de quedarse ciegos. Pero Spielberg teje la película con el patrón de la culpa porque hay que hacerse perdonar La lista de Schindler . Una pena que los palestinos hayan vuelto a demostrar que su único objetivo es expulsar a los perros al mar, y qué pena -pensarán muchos- que la Shoa sea sólo un recuerdo.